Marcelo Figueras
La verdad es que fui a ver Soy leyenda al IMAX porque era el único sitio donde se proyectaban esos seis minutos de la próxima película de Batman, The Dark Knight. Lo confieso, sí. ¡A pesar de mi edad, Batman sigue entusiasmándome como si todavía fuese un chico!
Nunca he pensado demasiado sobre las razones de esta fascinación. Imagino que pasa por el cariz melodramático del personaje, que coincide con el mío. Me conmueve la tragedia original, la oscuridad en que se mueve (Batman no puede no ser nocturno, para mí aquel de la vieja serie no es Batman sino el Superagente 86 con capa), el carácter torturado del personaje: ya no el Superagente sino más bien Hamlet con capa, como lo he dicho aquí alguna vez. Es un hombre que está constantemente al borde, sino pasado de raya; alguien que se cuestiona todo el tiempo lo que está haciendo, cómo y por qué; que no está del todo seguro de no pertenecer a ese asilo de lunáticos llamado Arkham, cuya sombra lo persigue dondequiera que va, más que al mundo de los presuntamente cuerdos.
Supongo que sigo enganchado al personaje porque creció conmigo. Por supuesto que cuando era pequeño me gustaba el Batman de la serie, al que me tomaba muy en serio a pesar de su -hoy evidente- vis cómica. Y consumía cada nueva edición de la historieta impresa en México, tan colorida y pop como la serie. El quiebre llegó para mí en los años 80 con The Dark Knight, no la película que aun no se ha estrenado sino la historieta de Frank Miller, hoy famoso gracias a Sin City y 300. El Batman de Miller era prácticamente un psicópata, bestial y violento. La transformación del personaje siguió adelante con la posterior edición de Batman: Año Cero, que cuenta los primeros pasos del personaje con seductor realismo: es un Batman que se equivoca, al que le salen mal las cosas, que lastima a gente ajena sin poder evitarlo. (Un Batman al que Christopher Nolan le robó mucho para Batman Begins, la primera película de esa nueva saga protagonizada por Christian Bale.) Y en lo que a mí respecta la transformación terminó de cuajar con The Killing Joke, obra del genio del siempre aquí reverenciado Alan Moore. No es casual que el protagonista de The Killing Joke sea más bien el Joker: allí queda claro de forma meridiana que Batman y el Joker son dos caras de la misma moneda -y que sus locuras se complementan.
Me gusta este Batman porque es digno de una tragedia isabelina. Quizás más propio de Marlowe que de Shakespeare: brutal y sangriento, lleno de sonido y de furia. (Se me ocurre que estamos viviendo una suerte de nueva versión de aquellos tiempos imperiales y feroces, y que todavía no llegamos a la iluminación del Hamlet; todavía vivimos en tiempos de Tamerlán, Hamlet sigue siendo para nosotros un personaje que sólo entenderemos en el futuro -en caso de que tengamos futuro.)
Faltan seis meses para el estreno de la película The Dark Knight.
Seis. Interminables. Meses.