
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Cuando una novela ya ha sido aceptada para su publicación, suele intervenir la figura del editor o editora. Que no es el dueño o dueña de la editorial, sino aquella figura designada para trabajar el texto en tándem con el autor. Aunque se desarrolle con los mejores modales, lo que suele tener lugar entre ambos es una (muy bienvenida) batalla de intelectos y sensibilidades.
Para ser honestos, la figura del editor es algo que sólo tiene pleno desarrollo en los países de habla inglesa. Hasta donde llega mi experiencia, es muy raro que existan editores ‘editores’ en Latinoamérica. Por lo general, solemos entregar nuestros textos y recibir como único feedback una versión ya compuesta –quiero decir, tal como se verá impresa la página del libro- con las marcas del corrector. Esto es, subsanando los errores inevitables de la escritura: palabras mal escritas o mal empleadas, problemas de tipeo, cuestiones gramaticales, guiones, signos de puntuación… Y eso es todo.
Al menos para mí, que por aquí no se suela contar con editores ‘editores’ (o sea dedicados de lleno a esta parte del proceso de la escritura) es una pena. En los Estados Unidos, en Inglaterra, el editor funciona para el escritor como una suerte de abogado del diablo: alguien que cuestiona el texto y por añadidura presiona al autor, para poner la obra a prueba de fuego y obtener la mejor de sus versiones. Pero claro, esto supone un trabajo de meses, con el editor ‘editor’ llenando al autor de notas, preguntas, sugerencias y propuestas de posibles cortes. (Porque por definición, los escritores escribimos de más.)
Como advertirán, se trata de un asunto delicadísimo. Si la editorial se equivoca al asignarle el editor X al autor W, el resultado puede ser fatídico: un autor enojado, o peor aun, un texto que en lugar de haber sido pulido y comprimido para brillar como un diamante, simplemente ha sido talado en sus mejores partes, adocenado, pasteurizado. Yo creo que es imprescindible que el editor ‘editor’ esté enamorado de la novela sobre la que trabajará. Del mismo modo en que un director de teatro debe amar la pieza que tiene entre manos y también a los actores con que cuenta. (En este analogía, habrán advertido, el autor es tanto el texto como los actores, la materia prima que el director debería pulir para empujarla a su mejor versión.) Si el editor no está prendado del texto, la danza que emprenderá con el autor será trabada, incómoda y no llevará a la obra a fruición.
En el caso de Aquarium, mi nueva novela (¿o debería decir ‘mi novela inminente’?) trabajé con Fernando Cittadini a instancias de Julia Saltzmann, de Alfaguara Argentina. Aun cuando no fue el trabajo convencional entre el editor ‘editor’ y el autor –por lo pronto no tuvimos el tiempo necesario para hacerlo: ¡la imprenta reclamaba ansiosa!-, se le acercó bastante. Fernando fue un lector atentísimo, y para suerte mía muy culto. No sólo me impulsó a tomar decisiones sobre el texto (finalmente el uso de paréntesis y guiones adquirió la coherencia de que carecía), sino que además me alertó sobre posibles faux pas. Por ejemplo el hecho de que yo hubiese inventado un personaje en Israel apellidado Goldmann, con dos enes. Fernando me dijo que esa versión del apellido sonaba más a la alemana que a israelita; y que los Goldman de Israel seguramente tendrían una sola ‘n’ final.
Se tomó su trabajo tan en serio, que hasta le echó un vistazo al texto de los Agradecimientos…
Hay escritores que no aceptan que se les toque una coma. Otros que se desprenden de sus textos por completo, llegando a agradecer que los editores ‘editores’ los corrijan por ellos. Yo soy obsesivo con mis novelas, pero aun así me gusta someterlas a la mirada de un editor ‘editor’. A fin de cuentas, nada me interesa más que obtener una versión final que sea impecable.
Seguiré hablando del proceso en unos días.