Marcelo Figueras
Terminé Bullet Park, nomás. Extraño libro. Supongo que es el mejor de los elogios que puedo concebir hoy para una novela; algo como Bullet Park sería sencillamente impublicable en estos días, por lo menos en Hispanoamérica. Demasiado impredecible. La de John Cheever es una prosa impecable, aplicada a narrar una creciente sensación de extrañamiento. En algún sentido Bullet Park es como sus protagonistas, Hammer y Nailles: a primera vista parecen convencionales, pero su urbanidad disimula apenas una espiral de descomposición que tan sólo ha empezado a desatarse.
La novela de Cheever está hendida en dos. El primer tramo se dedica a Nailles, cuyo nombre suena igual a ‘clavos’ aunque se escriba diferente. Nailles es un buen hombre, o en todo caso alguien que lucha denodadamente por ser un buen hombre, hasta que su vida empieza a girar fuera de control. El primer detonador es la depresión de su único hijo, Tony, que ni siquiera puede levantarse de la cama. El segundo es la muerte de un hombre del vecindario, con quien compartía a diario el tren en dirección a la oficina. El hombre desaparece en las vías, dejando tan sólo un zapato en el andén. El episodio deja a Nailles atenazado por ataques de pánico, que sólo puede conjurar mediante píldoras -que primero consigue legalmente, y después de manera clandestina.
Así como Nailles parece el típico hombre suburbano, sitiado por ‘la honestidad de la desesperación’, Hammer -o sea, ‘martillo’- es más bien el típico excéntrico de la literatura norteamericana. Hijo de padre ausente, que en su juventud posó para un escultor llamado Fledspar, Hammer ve a su padre como una de las cariátides masculinas de los grandes edificios que ve a su paso: en Frankfurt, en Berlín, en New York, demasiado ocupado sosteniendo al mundo como para sostenerlo a él. Hammer va por la vida como bola sin manija hasta que se instala en el mismo suburbio de Nailles y sucumbe a la locura. Orbitas dispares que confluyen, los destinos de Hammer y Nailles se superponen en la medida en que ambos hombres, cada uno a su manera, van advirtiendo que la realidad es ‘una construcción agradable, bendita y útil’ a la que pertenecen -pero cada vez menos, desde que descubrieron que se trata de un artificio.
Un libro perfecto pero inquietante. Me clavó el anzuelo. Voy a ver si me consigo el libro de relatos cortos y su primera novela, The Wapshot Chronicle.