Marcelo Figueras
Me quedé enganchado con algo que le dijo Amos Oz a Rosa Montero, en la última edición del dominical de El País. Oz contaba algo que le había referido el novelista israelí Shami Mijail. Según Mijail, había cogido un taxi entre Haifa y Be’er Sheva, lo cual supone recorrer medio país. (Es un trayecto que conozco bien.) En un momento del viaje el taxista le dice: "Hay que matar a todos los árabes". En vez de enojarse -cosa que yo hubiese hecho en su lugar, dada la inquietud que me sacude en estos días-, Mijail optó por preguntarle: "Pero, ¿quién debería matar a los árabes?" El taxista respondió: "Nosotros". Mijail lo presionó: "Sea más específico, por favor. ¿El ejército, la policía, los bomberos, los médicos? ¿Quiénes matarían a los árabes?" El taxista dijo entonces: "Cada uno de nosotros debe matar algunos". "Entonces usted que vive en Haifa -siguió Mijail, implacable- va a un edificio de apartamentos, llama al timbre, perdone, señor, señora, ¿es usted árabe? Pum, pum, les mata. Y así mata a todos y cuando termina se va para su casa. Pero cuando está abandonando el edificio escucha llorar a un niño pequeño en uno de los pisos superiores. Dígame, ¿dejaría al niño con vida? ¿Regresaría para matar al niño o no?" Según Oz, todo lo que el taxista atinó al fin a decirle a Mijail fue: "Es usted un hombre muy cruel".
La anécdota me refregó en la cara algo que por supuesto sabía pero me cuesta poner en práctica: que la dialéctica suele ser más efectiva, mejor pedagogía que la pura indignación, que el enojo frontal.
También me quedé pensando en una de las características propias de nuestra sociedad de masas, tan orgullosa de su organización fragmentada en especializaciones. El hecho de que un hombre ya no deba hacerse cargo de la totalidad de su existencia -produciendo sus propios alimentos, levantando su propia casa, protegiendo a los suyos- tiene sus ventajas pero a la vez entraña un pacto fáustico. Como de hecho existen gremios que harán las tareas que no hacemos, lo cual incluye las más desagradables, esa delegación nos anima -¡nos tienta!- a tolerar cosas que nunca nos animaríamos a encarar por mano propia.
Quiero decir: el hecho de que existan ejércitos, policías y cierto tipo de organizaciones políticas nos insta a usarlos para que nos quiten de encima molestias y presuntos peligros -grupos sociales, razas, núcleos políticos- con los que de otra forma no tendríamos más remedio que aprender a convivir. Como el arma está, la tentación de usarla existe. Total, como no vemos el daño con nuestros propios ojos ni matamos con nuestra propia mano podemos darnos el lujo de burlar la culpa… o por lo menos de presumir que la burlaremos.
Lo último que me impactó fue el comentario final del taxista. "Es usted un hombre muy cruel", le dijo a Mijail, después de haber propuesto la solución final para los árabes. Todo lo que hizo Mijail fue poner un espejo delante del taxista. La crueldad que veía, y en la que no quería reconocerse, era la suya propia.