
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
No quiero dejar pasar más tiempo sin recordar a Fernando Peña, que murió la semana pasada en Buenos Aires a los 46 años.
Yo que lo conocía apenas como el tipo que daba voz a tantos personajes por la radio (Palito, Porelorti, la Mega, Roberto Flores), terminé encontrándomelo hace años por encargo de la Rolling Stone local. Con la idea de que escribiese un perfil suyo, conversamos largas horas y lo seguí a todas partes: al estudio de radio, al teatro, a la casa donde conservaba las cenizas de su madre. Su intensidad de trapecista sin red me impresionó tanto, que comencé el artículo diciendo algo así como (no tengo aquel texto a mano, así que cito por aproximación): “Un día de estos Peña se va a morir en escena”. Poco tiempo después confirmó que estaba enfermo de sida. Pero terminó llevándoselo un cáncer, cuando habíamos empezado a creer que de tanto reírsele en la cara, había logrado burlar a la misma muerte.
Lo que más me impactó de aquel hombre no fue tanto su capacidad de fragmentar su cerebro en múltiples porciones (podía sostener conversaciones con sí mismo interpretando varios de sus personajes a la vez, sin tocar una nota falsa), como el hecho de que cada una de esas criaturas expresase una parte verdadera y profunda de su ser.
Palito no era la imitación cosmética de un pibe lumpen; era más bien la parte lumpen de Peña, y cada una de sus transgresiones o de sus deseos oscuros era una proyección directa de su experiencia o de su inconsciente. Y lo mismo puede decirse de los demás: la variedad de sus rasgos no expresaba tanto contradicción (que la tenía y exhibía con donaire), como la riqueza de su personalidad.
Peña no jugaba al límite por pura inconciencia suicida: jugaba al límite como un artista. La diferencia no es menor. El deseo del suicida es único y excluyente. El deseo del artista es crear siempre algo nuevo, aun al precio de poner en riesgo su vida. Supongo que la muerte a secas le parecería una cosa mezquina y desprovista de todo drama; que quiso convertir su propio mutis, su salida de escena, en algo que trascendiese el costumbrismo hospitalario. Y terminó muriendo en escena. No en el teatro, como yo había imaginado, pero en escena de todos modos, porque había convertido al mundo entero en sus tablas.
Nunca volví a verlo. Era tan volátil, tan impredecible, que a pesar de haber escrito sobre él con todo mi corazón imaginaba que el retrato podía haberle disgustado. No hace mucho tiempo, cuando la Rolling cumplió no sé qué aniversario, decidieron hablar sobre la cocina de algunas de sus mejores producciones y hablaron con Peña. Recién entonces supe que mi artículo le había gustado. Y me alegró mucho, porque siempre mereció que lo tratasen como algo más que el escandaloso Peña, el puto Peña, el sidoso Peña, el personaje Peña –las formas en qué solían considerarlo.
Yo sólo quise considerarlo como lo que era: un hombre y un artista.
A la luz de los hechos, me complace haberle dado un poquito de felicidad.