Marcelo Figueras
El otro día, en el auto, mi hija menor solicitó el correspondiente permiso para cambiar de CD. (En el diminuto país dictatorial que es mi vehículo, la elección de la música suele ser un privilegio del Supremo al Volante.) Entre las opciones que había a mano, eligió el último de Lloyd Cole, Antidepressant. Corrieron algunas canciones y se me ocurrió contarle lo mismo que conté aquí hace algún tiempo sobre Cole: que además de la admiración por su música me une a él una corriente afectiva que deriva del hecho de haber crecido en sincronía. Recuerdo que cuando empecé a oírlo, tenía la misma edad de Cole y de su canción 29. Todavía sigo oyendo su música, sólo que ahora Cole habla de un cuerpo que recién le empieza a funcionar los martes, con algunas partes que ya merecerían reemplazo, al punto que ni siquiera le hace efecto Scarlett Johanson.
Mientras seguía manejando, recordé que la primera canción de Cole que me llamó la atención fue Jennifer, She Said, cuyo protagonista lamenta haberse tatuado el nombre en cuestión sobre la piel, sucumbiendo a la pasión de un romance que terminó durando lo que un suspiro. Sonreí, pensando que grabarse en el cuerpo un nombre que termina convirtiéndose en una llaga era algo muy propio del joven que Cole era –que éramos- por entonces. Satisfecho conmigo mismo, pensé que por fortuna no había cometido semejante desatino en su momento. Y de inmediato entendí que no era necesario entender el tatuaje de manera literal. Ser joven hace inevitable tomar una larga serie de decisiones, muchas de las cuales pueden llegar a ser tan equivocadas como irreversibles –al igual un tatuaje.
Y yo, para qué engañarse, tomé decisiones de esa clase a manos llenas. Mi alma está llena de tatuajes a medio borrar. Marcas que me quedaron de tantas relaciones truncas, de tantas omisiones, de tantos fracasos. Algunas resultan casi ilegibles, pero otras permanecen, constituyendo un texto fragmentado que me encantaría expurgar de mi historia, pero que de lograrlo la dejaría incompleta y sin explicación.
Me fui quedando callado, sumido en el recuento de tanto garabato. Mi hija registró el silencio pero no dijo nada. Aunque los adultos pretendemos que nuestra piel no dice nada, los hijos conocen de memoria todos nuestros tatuajes. Por fortuna algunos de ellos tienen la delicadeza de fingir que no los ven, hacen de cuenta de que no pueden leerlos, de que la ropa con que intentamos cubrirlos ha cumplido con su cometido. Esa, según entiendo, es una de las formas más perfectas de su amor.