
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Ya por entonces trataba de ponerme a prueba. Escribía cuentos, empezaba novelas siempre inconclusas, dibujaba historietas, fabricaba libritos ilustrados que vendía entre parientes y conocidos de mis padres. Hice una adaptación de Hamlet para representar con amigos en el patio de mi casa. En séptimo grado -tenía once años- escribí y dirigí mi primer cortometraje, una aventura absurda que mezclaba personajes de historias variopintas (James Bond venía de la literatura y del cine, Dennis Martin de la historieta, Brett Sinclair y Danny Wilde de la TV) con la misma naturalidad con que hoy me manejo -¡acabo de darme cuenta!- para saltar de un soporte narrativo a otro. Así es como es: nunca sentí la necesidad de optar artificialmente por la literatura en oposición a la historieta, o por el cine en lugar de la TV. ¡Lo que a mí me importaba era contar historias en todas partes!
Durante la secundaria sufrí una extraña mezcla de vergüenza y de éxtasis cuando un profesor leyó un cuento mío en voz alta, delante de todos mis compañeros. (Era una historia de ciencia ficción; creo que por entonces andaba en mi fase Bradbury circa Crónicas marcianas.) Otro profesor de Lengua, el español Andrés Pérez, ofrecía oportunidades para levantar la calificación a todos aquellos que hubiesen leido un libro por propia iniciativa y se sintiesen dispuestos a conversar sobre el asunto; como los puntos de más no me venían nada mal (lo admito: nunca logré identificar los tiempos verbales por su nombre propio, ¿cuál de todos los pasados posibles es el pretérito pluscuamperfecto?), yo aprovechaba cada ocasión de presentarme a hablar sobre mis lecturas. Y el pobre Andrés me oía perorar sobre novelas de Ian Fleming, de Dumas y de Edgar Rice Burroughs y al final, casi derrotado, me preguntaba si no pensaba leer alguna vez algo más serio. Somos nuestra historia, indefectiblemente: ¿a quién le va a extrañar que me sigan gustando tanto los géneros populares?
(Continuará.)