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(Sin título)

Por 18 de junio de 2007 Sin comentarios

Marcelo Figueras

Esto no es lo que yo iba a escribir. Pero abrí el correo antes de abocarme a la tarea y me encontré con un mensaje inesperado. Quizás no debería hablar del asunto porque no me ocurrió a mí, seguramente es un error meterme con un dolor ajeno. En ese caso pido disculpas por anticipado, dado que lo haré de todas formas, y por la más egoísta de las razones: me partió el alma en mil pedazos, y desde entonces no puedo pensar en otra cosa.

Digamos que alguien a quien conozco me contó hace tiempo lo que estaban tratando de hacer dos personas a quienes no conozco: adoptar legalmente a una pequeña niña africana. Sé apenas que llevaban muchos meses empeñados en el asunto, y que venían tolerando cada dilación y cada nuevo trámite con paciencia de santos. Sé también el nombre de la niña, cuya madre había muerto al ayudarla a nacer, pero me lo reservo por razones obvias; básteme decir que era un nombre exótico y musical y dulce –lo que yo llamaría un nombre perfecto.

Iban a viajar rumbo al África este sábado que pasó, para buscarla al fin después de tanto papelerío, de tanta demora inhumana. Estaba convencido de que ya estarían allí, pero en cambio recibí el mail que me decía que no, que nunca habían llegado a viajar, que horas antes de partir les dijeron que la niña había muerto súbitamente, con la misma ligereza con la que pasó por este mundo. Nunca supe de ella más que su nombre, pero me puse a llorar. Por la esperanza frustrada, por la vida que pudo ser preciosa y tan sólo lo fue brevemente, por tanto amor desperdiciado, ese dolor de pecho hinchado de leche sin boca que lo reclame.

El mail me hablaba de la huella que la niña dejó en todos ellos, a pesar de la brevedad de los instantes compartidos. Estoy seguro de que no exageran. Si la muerte de una niña que no conocí puede trastornarme de semejante manera, ¿cómo no creer que iluminó a los que sí la conocieron, a los que son capaces de recordar su carita, su voz o la tibieza que emanaba al simple contacto con su piel?

Me consuela saber que todo lo que estuvo vivo sigue actuando en el universo, aun cuando se lo pretenda enterrado. (A veces creo que el universo es en esencia un alfabeto, que el fenómeno de la vida utiliza para escribir la poesía original: nadie está más capacitado para comprender profundamente la poesía que un biólogo, un físico o un químico.) Los átomos que nos constituyen no desaparecen con nosotros, siguen existiendo y con el correr de las décadas se integran a otra materia. Cada uno de ellos formó antes parte de estrellas y de múltiples organismos para integrarse al fin, de manera siempre transitoria, al cuerpo que es nuestro soporte. Por eso mismo dentro de algún tiempo serán muchos los seres que participarán, aunque más no sea en proporción ínfima, de lo que la niña supo ser durante su existencia; y es maravilloso que así sea.

Los que seguimos andando no tendremos ese privilegio, pero nos quedan otros. Para aquellos que la conocieron, el del sentimiento siempre vivo. El amor se parece al fenómeno de la vida porque una vez que nace nunca muere del todo, se ve obligado a transformarse, a adoptar nuevas formas, a encarnarse en nuevos rostros: los que perdimos seres amados entendimos al día siguiente que amábamos más que ayer, y que una vez producido el sortilegio no podíamos más que actuar en consecuencia. Un segundo mail me contó el domingo que después de la oscuridad de este sábado funesto, la familia empezaba a emerger con la sensación de amarse más y mejor: vaya poder el de la niña indefensa, que transformó todo lo que tocó sin siquiera esforzarse.

Para los demás, aquellos que apenas supimos de ella, nos queda la emoción. Cada vez que oiga su nombre o una música que lo conjure, recordaré el dolor de este sábado y después la alegría que me hizo sentir al probarme que la belleza de una existencia, por breve que haya sido, se multiplica en el corazón de todos aquellos a los que llegó de un modo u otro, aunque más no sea como parte de una historia o el asunto de un mail.

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Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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