Marcelo Figueras
Anoche me quedé viendo una peli que se me había escapado: la adaptación de Hamlet a tiempos modernos que hizo Michael Almereyda en el año 2000, con Ethan Hawke, Bill Murray, Liev Schreiber y Kyle McLachlan. Por lo general el desafío de traer a Shakespeare (o a cualquier otro clásico) a esta época me resulta atractivo, en tanto imagino que responde al deseo no sólo de abaratar decorados y vestuario, sino de aggiornar el sentido profundo de la pieza en cuestión. A veces la retroalimentación que se produce es interesante, como en el Romeo & Julieta de Baz Luhrmann que puso al frente la adolescencia de los personajes -cruzando Shakespeare con The O.C. o cualquier culebrón teen que se precie- o en el Richard III de Richard Loncraine, que superponía monarquía y fascismo al estilo siglo XX.
Pero otros experimentos -como Titus, como este Hamlet- no resultan nada satisfactorios. Me dan la sensación de que el esfuerzo de la adaptación se agota en ver cómo se resuelven ciertos nudos de la drama o escenas claves, de tal modo que encajen en contextos actuales. Así, decidir que ‘Denmark’ no sea el país original del príncipe sino una corporación y que la Ofelia de Julia Stiles no se ahogue en un río sino en una fuente equivaldría a resolver los problemas de la puesta. Pero lamentablemente -y parafraseando al dulce príncipe, de paso-, esa no es nunca la cuestión.
Hamlet ofrece flancos muy tentadores al presente. Después de todo el príncipe es un joven ensimismado, culto, rico y con demasiado tiempo libre, como tantos chicos de hoy. El Hamlet de Hawke, enganchado todo el tiempo a sus películas y sus videos y sus camaritas, se presta con facilidad a la duda, la inseguridad, los soliloquios; a diferencia del siglo XVII, el presente es un tiempo en que las vidas transcurren ante todo en el interior de nuestras cabezas. El Neo de Matrix, enfrentado al dilema de la existencia real versus la virtual, podría articular en todo su derecho el célebre to be or not to be.
Pero en el Hamlet de Almereyda nada de lo que se dice resuena. Y esto es grave, porque el guionista del caso no es el mismo de American Pie sino un tal William Shakespeare, que sabía muy bien de qué hablaba.
Me da la sensación de que Almereyda nunca se preguntó de qué habla Hamlet, cuáles son sus temas y de qué manera puede interpelarnos aún hoy. Y así se perdió una oportunidad gorda. Hamlet cuenta la historia de un joven iluminado que se ve en el dilema de hacerse cargo de la herencia de violencia que le legó su padre (el fantasma no le reclama justicia, sino venganza), y que desgarrado entre lo que considera su obligación y la posibilidad de entregarse al arte que tan feliz lo hace, termina eligiendo mal -y pierde, matando y muriendo por la vía de las armas. Hasta donde puedo ver, se trata de un asunto más que contemporáneo: urgente, que bien podría ser ubicado en Washington, Bagdad o Jerusalén.
Mientras tanto, la mejor adaptación de las últimas décadas seguirá siendo El Padrino. Michael Corleone es Hamlet. El joven talentoso a quien lo esperaba una vida mejor hasta que el imperio familiar fundado en la sangre lo llamó a encargarse del legado. Aquella célebre frase de El Padrino II: ‘Justo cuando estaba a punto de salir me empujan otra vez adentro", funcionaría en boca del Hamlet que a su regreso a Dinamarca se ve enfrentado a pelear con Laertes.
Algunas cosas no han cambiado nada.