
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
La mejor película argentina que he visto en mucho, mucho tiempo se llama La sangre brota. Segundo largometraje de Pablo Fendrik (el primero fue El asaltante, que no vi pero por cierto trataré de procurarme en DVD), cuenta una anécdota mínima pero tensa como piel de tambor. Historia coral de esta ciudad que, como casi todas hoy, ha sido vejada por la crisis, hace centro en Arturo (Arturo Goetz), un profesor de bridge metido a taxista, y en su hijo Leandro (Nahuel Pérez Biscayart), que circula por la vida sin norte visible y tan dispuesto a lastimar y lastimarse como un buscapiés.
La llamada de Ramiro, hijo de uno y hermano del otro, solicitando dos mil dólares para poder regresar a la Argentina desde Houston, Texas, funciona como detonante. Arturo decide usar sus ahorros y buscar el dinero que le falta cuanto antes, para tenderle a Ramiro la mano que pidió. Leandro, en cambio, codicia ese dinero con la intención de usarlo para comprar droga que vender en la costa.
Fendrik los sigue a ambos durante el día crucial, en sus encuentros y desencuentros con otros personajes con el mismo olor a submundo: un jugador profesional, un adolescente que acaba en el hospital, una ex alumna de Arturo metida a terapista new age, una chica que reparte volantes y es dueña de una sensualidad inquietante, una mujer enferma que coquetea con la idea de abandonar a su bebé.
Su cámara trabaja (sobre todo al inicio) con planos muy cerrados, casi con vocación de microscopio. Poco a poco la trama empieza a urdirse, sumergiéndonos en un mundo que a pesar de verse conocido suena tan inquietante, que uno pasa el film sentado en el filo de la butaca.
A Fendrik le han tirado encima un montón de etiquetas, con la intención de que alguna se le quede pegada: he oído la mención de nombres como Scorsese, Tarantino y los hermanos Dardenne (de quienes se diferencia en lo esencial, porque Fendrik no observa desde una distancia clínica: es más que evidente que está metido en la historia hasta el caracú). Yo preferiría ir por otro sendero y en todo caso mencionar a Dostoievski. Pero lo fundamental, creo, es decir que Fendrik es Fendrik.
No resulta nada habitual que en su segunda película un cineasta demuestre tal dominio del lenguaje expresivo: todo en La sangre brota está puesto donde debe y funciona como los dioses, desde la fotografía de Julián Apezteguía, pasando por el uso de la música y del sonido, el maquillaje, hasta las actuaciones de Goetz (una máscara inolvidable), Pérez Biscayart y la pequeña Ailín Salas –un hallazgo.
La sangre brota propone una experiencia intensísima. Traten de no perdérsela.