Marcelo Figueras
Cuando uno relee un libro décadas después de la lectura original, el libro parece haber cambiado, pero no: el que cambió es uno.
Acabo de releer Crimen y castigo. Años atrás, cuanto todavía era adolescente, la novela de Dostoievski (publicada originalmente por entregas en una revista, a la manera de mi adorado Dickens; insisto, debemos recuperar para la literatura el poder de estos relatos fraccionados que hoy sólo usufructúa la TV) me impresionó como obra literaria: su ambición, su inspiración arrebatada, sus dimensiones. La historia de Raskolnikov, que asesinaba a una usurera vil creyendo probar una teoría filosófica y, de paso, librando al mundo de una pequeña peste, inflamó al romántico que había -y todavía hay- en mí. Por supuesto, no entendí del todo a Raskolnikov entonces y quizás no lo haya hecho tampoco ahora. Ese equilibrio inestable entre contradicciones que es el protagonista de Crimen y castigo no podrá nunca ser reducido a un cliché, y es por eso, entre otras razones, que perdura: aunque objetivamente existe sólo en la bidimensionalidad del papel, Raskolnikov tiene la tridimensionalidad de lo humano.
Pero aquel encuentro original me marcó ante todo como lector, preocupado por cuestiones formales, puramente literarias. Esta vez la conmoción fue más hondo. Sin dejar de producirme admiración, Crimen y castigo me impresionó ahora por la manera en que se relaciona con el mundo que le tocó en suerte -un mundo que, en esencia, no ha cambiado nada: entre la miseria de aquella San Petersburgo y la miseria actual en Sao Paulo, Nueva Delhi o Buenos Aires, las diferencias son circunstanciales.
Se espera de nosotros que analicemos la obra como si fuese un producto de laboratorio, concebido con guantes en un ambiente aséptico. A lo sumo se nos permite que hurguemos en el contexto histórico, en la biografía del autor o en los movimientos artísticos en los que se inscribe o con los que rompe. Pero a medida que pasan los años, yo tiendo cada vez más a leer las obras como piedra Rosetta de su tiempo, o mejor aún: de la condición humana. Las imagino como pequeños códigos, que llevan cifrados en su seno algunas verdades sobre esta existencia que deberían serme esenciales para vivir mejor, de modo más sabio y más pleno. Por eso no puedo considerar The Adventures of Augie March y Crimen y castigo tan sólo como ficciones, o como libros; en cualquier caso lo son del mismo modo que el Libro de Libros, la Biblia: textos sapienciales y hasta oraculares, sin los cuales mi vida transcurriría a los tumbos.
Durante aquella lectura inicial me impactó la cuestión de la culpa y de la redención. Esta vez la registré también, pero con un matiz importante. En aquel momento me tomé al pie de la letra lo de Raskolnikov intentando probarse una de las cuestiones filosóficas de la época, la que se preguntaba si además de hombres existen übermensch, seres superiores llamados a hacer cosas por las cuales no puede responsabilizárselos a la manera de un simple criminal: ¿o acaso no consideramos estadista a Napoleón, en lugar de definirlo como una criatura tan ambiciosa como salvaje? Escrita en un tiempo de fermento de las ideas anárquicas, Crimen y castigo se pregunta si es posible mejorar al mundo mediante la violencia. (Anoche vi Gandhi por TV. Pero incluso antenoche habría respondido a la pregunta de la misma, categórica manera: no.)
Pero esta vez reparé más en la condición social y en las trampas culturales donde cae Raskolnikov, ese estudiante universitario que abandona las cátedras por falta de dinero y, hundido en la pobreza más abyecta, rechaza la idea de que su hermana se case con un burgués para ayudar a salvarlo. En algún sentido, Raskolnikov se parece mucho a un típico joven de la ex clase media argentina en los arranques del siglo XXI: sobreeducado para las posibilidades laborales y de realización que la vida le presenta, se siente superior a la plebe -aún en la pobreza, observa la miseria de Marmeladov como si fuese un espectador, esto es: desde afuera- y por eso mismo se cree eximido de las generales de la ley. Está convencido de que la vida está en deuda con él, de que tiene más derechos que los demás y menos obligaciones. De ahí que rechace la idea de pagar por su crimen: ¿o acaso no le ha hecho un favor a la sociedad, librándola de la vieja usurera? ¿No es éste el dilema que desvela hoy a miles de personas de clase media en las más grandes ciudades del orbe: el temor a perder sus privilegios, a descubrir que ya nada los diferencia de la masa, que son uno más, tan comunes e indistinguibles entre sí como una hogaza de pan de la otra?
A pesar de haber sido escritos ayer, los grandes libros parecen haber sido escritos mañana.