
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Este es el texto que leí anoche en Buenos Aires, durante la presentación de la novela El viajero del siglo.
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Andrés Neuman me impresionó como un bicho raro apenas lo conocí.
Era simpático, pero no con la simpatía impostada que es la marca del gremio. Entre los escritores, hasta un simple hola suena a ironía tortuosa. Nadie recibe saludos de un colega sin preguntarse qué habrá querido decir. Sin embargo Neuman parecía emperrado en usar las palabras para su función original: esto es comunicar, y respetaba sus significados con escrúpulo tal que me creí en presencia de un ecologista del lenguaje. Neuman como una suerte de ONG unipersonal, consagrada a defender los derechos, pero ante todo las posibilidades del idioma.
Hablaba mucho, en esto igual a tantos otros escritores. Pero todas sus ideas estaban desprovistas de la violencia habitual. En sus frases brillaban por su ausencia la chicana, el golpe bajo, el desprecio por los otros que muchos entienden como condición sine qua non de la autoestima.
Los saberes de que hacía gala también eran insólitos. Lejos de la cita arcana y del pronunciamiento esotérico, Neuman se proponía a sí mismo como intérprete de canciones de Paul McCartney, asombraba con su conocimiento sobre el mejor imitador de Los Beatles en YouTube y se comportaba como un jukebox humano especializado en canciones de Les Luthiers. ¡Diga un título y Neuman se lo cantará!
Hubo otros dos detalles a la manera de gotas que colman el vaso. En primer lugar, Neuman era un tipo afectuoso. Que quede claro: entre los escritores, no existe característica humana más despreciada que el afecto. Se lo considera un resabio de etapas superadas de la evolución, como las muelas del juicio. ‘Escritor afectuoso’ constituye un oxímoron, una contradicción en los términos. Y sin embargo Neuman no temía mirar a los ojos ni abrir los brazos, para demostrar, como en los comienzos del contrato social, que no escondía arma alguna entre sus ropas.
La muestra final de su inadecuación era la más visible de todas. Esa barba. Neuman parecía ignorar que al menos desde los 70, los escritores estamos llamados a ser lampiños. Nos procupa menos la calvicie que la presencia de pelos en el mentón –a no ser que tengan forma de barba candado recortada por adminículo eléctrico, lo cual estaba muy lejos de ser el caso.
A esa altura, yo no hacía otra cosa que orar por un milagro. No habiéndolo leído, le rezaba al Dios de la Literatura, diciendo: Sé que pido demasiado, Señor, pero haz que además de buena gente y un tipo encantador, Neuman sea un buen escritor.
Y entonces lo escuché leer.
Leyó un cuento llamado La felicidad que operó como profecía. No sólo era buenísimo, sino que además lo interpretó con gracia. Hablo de la gracia del divertimento pero también de aquella que compete a la elegancia. Cuando leen sus textos, la mayoría de los escritores argentinos que conozco suenan a Riquelme interpretando Rayuela. Neuman, en cambio, sabía lo que hacía. Leía como si evocase el proceso de escritura, y como si aquel acto pretérito y este presente de leer le produjesen (¿se trataba acaso de la clave de su diferencia?), como si todo esto le produjese, digo, placer.
Corrí a leerlo. Leí sus libros de cuentos, leí Bariloche, leí Una vez Argentina.
Pero hasta El viajero del siglo, nunca encontré una obra que expresase mejor al Neuman que había tenido la fortuna de conocer.
(Continuará.)