
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Chema Lobo me preguntó qué pensaba sobre la controversia desatada por Molina Foix con su artículo Dibujos animados. Para los que nada saben del asunto (como no lo sabía yo hasta entonces): Molina Foix disputa el hecho de que la historieta sea un arte en serio; critica la atención que se le dedica en los medios, festivales, museos y salones de exposición y ve mal que el Ministerio de Cultura otorgue premios a sus creadores; califica al historietista como “dibujante de monigotes”; pone a la disciplina más cerca del parchís y los juegos de mesa que de las obras imperecederas del arte; y dice, por último, que las viñetas satíricas y la caricatura política (George Cruikshank, sostiene, sí era un gran artista) pueden “reformar el mundo con su trazos” a diferencia de la historieta –“un entretenimiento muy menor”.
Yo tengo la sensación de que se trata de una humorada de Molina Foix. (A quien no conozco más que de nombre: como ven mi ignorancia es oceánica, una de las consecuencias, mucho me temo, de mi pasión por las historietas.) Para empezar, creo que no tiene sentido tomarse en serio ningún artículo que sostenga que el Arte Equis es mejor que el Zeta. Esta es una discusión tan seria como la que pretende dirimir si uno ama más a su mamá que a su papá. Yo me siento más cerca de algunas disciplinas (el cine, la literatura) que de otras, pero nunca me atrevería a decir que Saul Bellow es mejor, o más importante, que Rembrandt. Los dos son esenciales en lo suyo, aunque yo esté en condiciones de apreciar a uno más que al otro.
Cuando se entiende que parte de la crítica pasa por el hecho de que un Ministerio conceda no sólo la misma dignidad, sino además el mismo dinero al “dibujante de monigotes” que al novelista, poeta o ensayista, queda revelado que la objeción ya no es estética. Lo que hace Molina Foix es indignarse (de manera muy graciosa, insisto) porque alguien de los que juega en el otro patio se está quedando con los laureles y el dinero que debían, a su juicio, quedar en casa.
Lo que está claro es que no tiene sentido hablarle de las glorias que la historieta produjo a lo largo de su historia. Sería un ejercicio tan inútil como pretender que a un daltónico vea los colores que no puede ver por culpa de su condición. Si Molina Foix no se ha dado por enterado en todo este tiempo de que el género está lleno de obras de arte imperecederas, ya no lo verá nunca. Defender un arte que se defiende por sí solo a través de sus obras es un ejercicio tan vano como intentar convencer a alguien, a esta altura del partido, que el cine puede ser un arte y no una monigotada. Hay gente que todavía discute el Big Bang y la evolución de las especies, y antes que polemizar con ellos prefiero dedicar mi energía a otros menesteres.
Lo que termina demostrando que se trata de una humorada es la reivindicación que pretende hacer de las viñetas satíricas y la caricatura política. Puede que Cruikshank (a quien admiro, siendo como era uno de los ilustradores de mi amado Dickens) haya “reformado” al mundo, pero si uno acepta esta noción se vuelve improcedente negarle entidad a las historietas popularísimas que sin duda revolucionaron la cultura: tan evidentes, tan definitorias del paisaje mental que la imaginación humana desarrolló en su andar, que ni siquiera hace falta mencionarlas por su nombre.
Lo de Cruikshank y Daumier es, según entiendo, el punchline de la broma. Tengo la sensación de que se lo ha leido mal: lo que busca el artículo no es lanzar una polémica necesaria y mucho menos provocar indignación, sino producir una sonrisa. Pero en fin, así es como lo veo yo, que no dejo de ser un sudaca que no ha ganado premio alguno ni ha figurado jamás en las listas de best sellers.