
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Brevemente, ya que es de madrugada y estoy por completo descerebrado, para no dejar de dar cuenta de la buena nueva: Liza Minnelli está bien y sigue dando batalla. El domingo por la noche, en el Luna Park de Buenos Aires, bromeó de modo incansable sobre las limitaciones que acarrea la edad y aun así movió su osamenta y cantó como los dioses. (O mejor dicho: como los dioses que renunciarían a su inmortalidad con tal de cantar como Liza Minnelli.)
Mientras se metía al público en el bolsillo a fuerza de carisma y cantaba esas canciones inmejorables (Maybe This Time, As the World Goes Round, Liza With a ‘Z’, Cabaret, New York, New York) yo no podía dejar de pensar que esa mujer con tantos problemas de salud y tantas cicatrices (de las de quirófano y de las otras) era, más allá de su pequeño físico, Historia viva. La hija de Judy Garland y de Vincente Minnelli, la favorita de Bob Fosse, la amante de Scorsese, la cliente habitual de Studio 54. El vestuario brillante que lució durante el show lo sugería todo el tiempo: esa mujer parecía estar hecha de estrellas.
Yo crecí amando su voz y sus canciones, por culpa de mi madre que ponía el disco de Cabaret todas las mañanas y murió antes de que Liza visitase este país por primera vez. Cuando en aquella oportunidad le conté a Liza su historia, la mujer hecha de estrellas se levantó de su asiento, dio la vuelta a la mesa y me abrazó. Así que anoche no fue la única noche en que me hizo feliz. Y espero que no sea la última, como sugirió su promesa de regresar y el hecho de que haya modificado la letra de Cabaret, para decir ahora que ella no piensa terminar como la trágica Elsie de la canción.
Liza Minnelli es un monumento viviente, con acento en la palabra viviente. Siempre fue una fuerza de la naturaleza y lo seguirá siendo hasta su último aliento. Yo podré ser muchas cosas, pero en el fondo me basta –y me bastará hasta que muera- con ser El Chico al Que Liza Abrazó Una Vez en Buenos Aires.