Marcelo Figueras
Fui a ver Cordero de Dios, debut en el largometraje de Lucía Cedrón. Supongo que hacer abstracción de la identidad de Lucía es un imposible: ella es la hija de Jorge Cedrón, el hombre que llevó al cine uno de los libros más -terriblemente- memorables de la cultura argentina, Operación masacre de Rodolfo Walsh, y que terminó asesinado en París en 1980, donde vivía como exiliado político, en circunstancias aún misteriosas. A nadie sorprende, pues, que la película de Lucía tenga que ver con la terrible experiencia de la dictadura. En Cordero de Dios, Mercedes Morán interpreta a Teresa, una mujer que vive en París desde que su marido, periodista y militante político, fue asesinado por un grupo de tareas en plena calle. Pero lo que sí sorprende, y gratamente, es que Cordero de Dios no se limite a ser un ajuste de cuentas con el pasado. La sabiduría de Lucía, con apenas 33 años que -imagino- a veces se sentirán como 80, subraya las sutiles, pero no por ello menos abrumadoras, maneras en que el pasado condiciona por completo la experiencia del presente. Lo que parece obsesionarla es el hoy, en tanto esclavo de un pasado que, mientras siga irresuelto, seguirá tiranizando a tirios y troyanos.
La maquinaria de Cordero de Dios se pone en funcionamiento en el año 2002, en pleno auge de los secuestros extorsivos. El rapto de Arturo (Jorge Marrale, efectivo como siempre) determina el regreso de su hija Teresa (Morán), que vive en París desde hace décadas, habiendo armado lo que imagina una nueva vida. Mientras lidia con la angustia y busca dinero para el rescate, Teresa revive los hechos que condujeron a la muerte de su marido, al tiempo que vuelve a cuestionarse el rol de Arturo en esa tragedia: veterinario ligado por trabajo y afectos a los militares, Arturo bien puede haber entregado la vida de su yerno a cambio de salvar a Teresa.
Con mano firme y dominio de las elipsis, Lucía Cedrón describe las formas en que el tiempo practica su perversa circularidad. Sin dar mayores detalles, sugiere que Arturo ha sido secuestrado por una banda vinculada a la policía, que seguramente recluta a lo que un eufemismo muy usado aquí denomina ‘mano de obra desocupada’; esto es, ex militares y ex policías que han sido dados de baja por delitos de lesa humanidad y / o simple corrupción, pero que siguen vinculados a la trama mafiosa del poder. Y al tiempo que asimila al marido asesinado, Paco, con un corderito de juguete -la tradición judeocristiana tiene al cordero por bestia de sacrificio-, introduce la figura del otro padre puesto en situación de ser sacrificado, esto es Arturo. ‘Ojalá se muera’, le dice Teresa a una amiga en uno de sus arrebatos de bronca. Teresa también coquetea con la idea del sacrificio: ¿acaso no merece la muerte su padre, en su condición de probable entregador de Paco? ¿No sería el suyo un sacrificio justo y necesario?
Teresa evita ser condenada al tiempo circular al negarse, finalmente, a entregar a Arturo. Quizás no pueda perdonarlo nunca, pero en cualquier caso no propiciará su sacrificio. Hay que tener un alma muy grande para llegar a una decisión semejante. Por fortuna Teresa, y a través de ella Lucía, han tenido muchas maestras -casi todas ellas mujeres, madres y abuelas- en la historia reciente de nuestro país.
Nos vienen bien las historias que invitan a nuestra sociedad, tan adicta a la negación, a enfrentarse con su enfermedad. Mientras sigamos dando la espalda a nuestras responsabilidades, la Operación futuro no será sino una quimera.