
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Acuariano nacido en Chicago y formado en la London Film School, Michael Mann se enamoró del cine en su adolescencia. La experiencia pivotal fue la visión de Dr. Strangelove de Stanley Kubrick. En una entrevista reciente con L. A. Weekly, Mann sostuvo que Dr. Strangelove le enseñó a toda una generación de cineastas “que uno podía producir una expresión individual de alta integridad y al mismo tiempo aspirar a que ese film llegase con éxito a una audiencia masiva… No hacía falta filmar Siete novias para siete hermanos para trabajar en la industria, ni verse reducido a filmar para una élite si uno quería ser serio respecto del cine”. Algo que, como sugerí días atrás, ya habían percibido y puesto en práctica los mencionados Ford, Capra, Hawks, Hitchcock y Siegel.
Su escuela práctica fue la TV, donde comenzó como guionista y llegó a productor (el escalafón más alto que el medio concede a los creadores, reconociéndoles de esta manera el derecho a manejar sus creaciones como mejor les plazca) en el caso de Miami Vice y Crime Story.
Podría decirse que Manhunter (1986) es el primer film que plasma su visión artística y los temas que lo obsesionan. Basado en Red Dragon de Thomas Harris, mostró al personaje de Hannibal Lecter por primera vez, interpretado por Brian Cox (a quien, vaya a saber Dios por qué, se le llama ‘Lecktor’ en vez de Lecter) mucho antes de que Anthony Hopkins lo volviese famoso en The Silence of the Lambs. Ya en ese relato existe la tensión entre dos tipos de hombre, unidos por la escrupulosidad con que ejecutan sus respectivos trabajos y enfrentados por sus modos de lidiar con la vida. Aquí Lecter es el obsesivo al que nada le produce más placer que la perfecta ejecución (literal, en este caso) de su tarea dilecta, mientras que su adversario, el policía Will Graham (William Petersen, mucho antes de C.S.I.), es aquel que entiende que no puede hacer bien su trabajo sin destruirse en el proceso: para atrapar a un asesino serial, Graham necesita meterse dentro de la cabeza del victimario –es decir, convertirse él mismo en un monstruo.
En The Last of the Mohicans (1992), el hombre escrupuloso y apegado a su tarea diaria es Hawkeye (Daniel Day Lewis), un blanco que ha sido adoptado de niño por un indio mohicano. La sensatez de Hawkeye colisiona constantemente con diversas variantes del romanticismo, que van de la generosidad de su hermano adoptivo Uncas al autoengaño de los militares ingleses liderados por el coronel Munro. Aunque enfrentado con el hurón Magua (Wes Studi, en una actuación que pone la piel de gallina), Hawkeye comprende que a nadie se parece más que a su enemigo, en su intensidad y en su forma de abrazar la vida. Lo único que los diferencia, en todo caso, es el destino: Magua hace lo que hace porque le han matado a su mujer y a sus hijos, y Hawkeye hace lo que hace intentando que el corazón de Cora Munro, su enamorada, no termine del modo más literal en las manos de Magua. Y todo, por supuesto, por culpa de la intrusión del conquistador blanco.
(Continuará.)