
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Cuando hablo del cine que Hollywood no hace más (no porque no quiera, sino porque ya no sabe cómo hacerlo), me refiero a la clase de películas que una serie de maestros produjeron de manera sistemática, a ritmo hoy impensable y durante décadas. Menciono a algunos pocos, seguramente los más obvios: John Ford, Frank Capra, Howard Hawks, Alfred Hitchcock, Don Siegel. Más allá de las obvias diferencias entre sus obras, compartían algunos rasgos sobre los que vale la pena detenerse.
En primer lugar, hacían cine para un público amplio. Producir una película cuesta mucho dinero, lo cual torna absurda la pretensión de gastar millones para que te vean tres personas –por más brillantes que sean.
En segundo término, trabajaban desde los géneros. La cantidad de envases existente es más que generosa: desde la épica propiamente dicha hasta el western, pasando por el policial, terror, fantasy, ciencia ficción, comedia, comedia romántica, comedia dramática… (Y todos los entrecruzamientos entre géneros posibles, del modo en que Blade Runner funciona a la vez como ciencia ficción y film noir.) A sabiendas de que a la gente le gustan los géneros, ninguno de estos maestros se sintió incómodo dentro de semejantes cauces. Por el contrario, sabían que más allá de la etiqueta general, podían manejar los contenidos del film con la misma libertad que los genios de Pixar manejan el concepto de película de animación.
En tercer lugar, no admitían más precepto que el siguiente: narra y haz lo que quieras. Una vez cerrado el primer acto –es decir, cuando ya se presentaron los personajes y se estableció la historia-, estos directores tenían claro que podían ir en la dirección que quisiesen. Sabían a ciencia cierta que si la premisa era dramáticamente promisoria y los personajes atractivos, el público seguiría la narración hasta el final. Y conste que esto que estoy diciendo, que suena a verdad de Perogrullo, es una de las cosas que ya (casi) nadie –a excepción de Michael Mann, entre otros- sabe hacer. Porque ‘una premisa dramáticamente provisoria’ no es lo mismo que un pitch vendedor o un concepto marketinero. Dos ejemplos de lo primero: un personaje puesto en el dilema de determinar si su racismo será más fuerte que su concepto de familia (The Searchers, John Ford), otro cuya obsesión y cerrada noción de la autoridad lo ponen al filo de perder lo único que ama (Red River, Howard Hawks). Dos ejemplos de lo segundo: un personaje que obtiene un control remoto mágico (Click), otro que cuenta cuentos que se vuelven reales (Bedime Stories), para mantenerme dentro de la oeuvre de Adam Sandler. Y aquí la trampa: todo pitch vendedor, todo concepto marketinero puede convertirse en una gran película, si se cuenta con el director adecuado –y con el apoyo del Hollywood adecuado.
Lo cual, está más que claro, hoy es virtualmente imposible.
La construcción de personajes atractivos tampoco es tan obvia como suena, ni mucho menos simple. En la actualidad se cae en dos excesos: o el personaje es tan sólo un concepto apenas disfrazado, que en consecuencia no logrará nunca generar empatía con el público, o bien es una persona sobreexplicada, de la que freudianamente se brindan demasiadas justificaciones sobre por qué hace lo que hace para que el público no experimente inquietud alguna. El modelo más claro de lo que antes se hacía tan bien es el típico protagonista hitchcockiano, del cual no se sabe prácticamente nada (fotógrafo con fobia al compromiso en Rear Window, mujer tentada por el dinero fácil en Psicosis) salvo lo que resulta imprescindible: el resto es la circunstancia en la que se ve envuelto, y la forma en que –dirían Les Luthiers- finalmente se desenvuelve. ¿Cómo explicar, de otro modo, que sintamos verdadera empatía con el Scottie Ferguson de Vértigo que es, en esencia, un necrófilo obsesivo?
(Continuará.)