Marcelo Figueras
Harold Bloom dice que los personajes de Shakespeare cambian cuando se oyen a sí mismos hablar: como si la formulación oral, este relato que los personajes hacen de sus circunstancias, fuese el comienzo del pasaje al acto, a la concreción de lo que hasta entonces sólo había sido cavilación –a la transformación de lo real.
Me acordé del asunto leyendo el nuevo libro de María Fasce, A nadie le gusta la soledad. (Cualquiera que titula un libro con una frase de Murakami tiene ya medio ganada la batalla por mi estima.) Los cuentos son muy diferentes entre sí, los protagonistas pueden ser hombres o mujeres, pero todos comparten esa intuición que me mandó de regreso a casa Bloom: la de que necesitamos contarnos a nosotros mismos, narrarnos, para empezar a creer que lo que nos está ocurriendo es verdadero.
" ‘Mamá va a lavarse la cabeza’ siguió Lucía sin mirar los osos cubiertos de espuma. Desde que Felipe había nacido, mucho antes de que pareciera entenderla, se había convertido en una relatora de sí misma. ‘Ahora mamá se seca’ ", dice la narradora de El gato. En esa madre que traduce sus acciones para beneficio del niño se resume uno de los impulsos más propios de la especie: el de contarnos para entendernos, y para que nos entiendan. Siempre pienso que la definición homo sapiens sapiens es más bien equívoca, porque no somos la única especie que razona y porque tampoco hacemos lo que se dice un gran uso de los silogismos que, según se presume, nos distinguen tanto; basta con mirar el estado del mundo para advertirlo. Yo prefiero pensar que somos homo narrandis o algo así, porque recién descubrimos que había algo valioso, digno y hasta encomiable en nosotros –las cavernas están llenas de pinturas sobre nuestras proezas iniciales- cuando empezamos a narrarnos.
Leer a Fasce es una experiencia placentera. Sus personajes siempre están en tránsito, lo cual es una forma de decir que nunca están del todo en ninguna parte: entre Argentina y Europa, entre una estación y otra –como el personaje del cortazariano El tren-, entre la deriva del navegante solitario y las demandas del amor y de la sangre. Gente más o menos común, que al escucharse contar su propia circunstancia –al convertirse en relatores de sí mismos, como la mamá de Felipe- empieza a sospechar que puede haber algo de extraordinario, y de irrepetible, en su por lo demás simple existencia.
La contratapa del libro asevera que, según Le Monde, la pluma de Fasce es “elegante y ligera”. Yo estoy por completo de acuerdo. Imagino que María debe haber dado un salto al leer esos adjetivos –le habrán parecido soñados-, y que un instante después, dado que comparte el humor seco y autodeprecatorio de sus personajes, debe haber comenzado a dudar de su propia existencia.