Marcelo Figueras
Precisamente porque este mundo celebra las conductas rastreras y crueles -potenciando, en preserva de equilibrio, la cultura del pasatismo que ‘alivia’ de la realidad-, la apuesta por el rock progresivo en general y el sinfónico en particular resultaría desafiante desde el punto de vista creativo.
Porque en sociedades que no parecen conocer otro tiempo que el hoy, esta música conectaría con el pasado (al examinar sus mitologías) y con el futuro (por el simple hecho de haber creado algo nuevo, un sonido que antes no estaba allí).
Porque en sociedades que sugieren la imposibilidad del cambio real, este tipo de música reivindicaría la narrativa -en lo sonoro, en las letras- y la narrativa es sinónimo de cambio, de búsqueda de una transformación: narrar(se) es una forma inequívoca de tomar las riendas de la propia vida, buscándole un sentido.
Porque en sociedades que se conforman con músicas micro, esta que propongo constituiría una música macro: conectada con diversas tradiciones y culturas, en búsqueda de un público igualmente diverso.
Porque en sociedades como las nuestras, que se tienen por (económicamente) pobres, pondría en claro que en realidad somos (culturalmente) ricos: ¿quién sino nosotros podría montar una obra conceptual como The Lamb con apenas dinero para unas máscaras y unos cortinados?
Porque en sociedades que descreen del conocimiento, esta música obligaría a que nos superásemos: sí, los músicos no tendrían más remedio que ser mejores músicos, del mismo modo que su público debería aprender a oír más y mejor.
Porque en el seno de una cultura reaccionaria y quietista, que no busca nada que no sea la satisfacción momentánea, sacudiría nuestra silla y nos conminaría a formularnos preguntas. ¿Y no es eso, en último término, lo que buscamos siempre en el arte imperecedero?
Por supuesto que no estoy proponiendo que las bandas salgan a hacer covers de Yes o de King Crimson. Ni defendiendo la pomposidad de cierto rock viejo, cuando dejaba de ser ambicioso para ser tan sólo pretensioso: en sus mejores momentos el rock progresivo-sinfónico estaba lleno de humor, de ironía, de irreverencia, de loca creatividad, de filos que cortaban de manera inevitable. Lo que propongo es hacer nuestro ese espíritu aventurero, el de los melenudos impresentables que se atrevían e meterse con el sacrosanto legado de la Gran Música, fuese ésta clásica o tango o folklore, para transformarlo en lo que se nos cante -lo que nos resulte necesario hoy para mejorar el escenario de mañana. Porque para crear lo nuevo siempre hay que desordenar lo viejo, animándose a meter las medias en el cajón de los pulóveres. Y aunque esté claro que lo nuevo no es un valor de por sí y que no todo el mundo debe correr en su busca, cualquier cultura que dedica mayor esfuerzo a la tradición que a renovarse es una cultura que declina, así como las sociedades con baja tasa de natalidad: cuando existen más viejos que jóvenes…
Ya lo sé: fui demasiado lejos. ¡Me dejé llevar! Aun así el desafío, por insólito o descolgado que suene, me parece válido. Los invito a volar por los aires la náusea del pop-rock actual. A revisar legados para recrearlos a su antojo. A tomar los hilos sueltos -lo que va de Radiohead a Café Tacuba a Mars Volta- para producir un nudo. A unir los nudos (no basta que música de este tipo exista en algún punto de internet, necesito enterarme de que existe, y esto supone la construcción de puentes dentro del medio) para construir un tejido que nos contenga.
En la vida hay que ser humilde. En el arte, siempre ambicioso.