Marcelo Figueras
El lunes pesqué en televisión, por casualidad y en dos partes (vi el final al mediodía y el resto, aunque ya empezado, por la noche) el documental Knowledge is the Beginning que emitió Films & Arts. Se trata de un film que narra la experiencia de la West Eastern Divan Orchestra, la agrupación que nació por iniciativa de Daniel Barenboim y el ya fallecido escritor e intelectual palestino Edward Said. Compuesta por eximios músicos de entre 14 y 25 años, los ha elegido siempre a ambos lados de la barrera erigida por la intolerancia: los hay judíos y palestinos, libios, sirios y hasta españoles, en reconocimiento al apoyo concreto que ese país dio a la iniciativa de Barenboim y Said.
Ya el hecho de ver a judíos y palestinos tocando una música común es mérito suficiente. Barenboim mismo se encarga de aclarar siempre que la música no traerá la paz, tan sólo contribuirá a hacer posible el entendimiento; la paz, en todo caso, hay que construirla en la calle y por otros medios. El documental culmina con el concierto que la West Eastern Divan ofreció en Ramallah, y muestra por supuesto todas las dificultades que su realización supuso: desde convencer a los músicos -los judíos tenían miedo de no contar con protección suficiente, sirios y libios temían el expediente de verse obligados a pasar por Israel- hasta la solución de los innumerables problemas prácticos que debía sortear la iniciativa para prosperar. (Aquí fue instrumental el gobierno de José Luis Zapatero, al proporcionar a los músicos de origen árabe pasaportes diplomáticos españoles que les permitieron ingresar en Israel.)
El relato es profundamente conmovedor, tanto como la música que la ocasión produjo. Pero lo que más me impactó fueron las escenas en las que Barenboim va a la Knesset -el Parlamento israelí- a recibir el premio de la Fundación Wolf, y pronuncia un discurso donde recuerda la decisión de su familia de instalarse en Israel. (Había vivido en Buenos Aires hasta los 10 años.) Barenboim dice entonces que esa decisión fue inspirada por la declaración fundacional del Estado de Israel, donde se consagra a la justicia y la democracia y a la paz con sus vecinos; de hecho, Barenboim lee textualmente las palabras de aquella declaración. Luego de lo cual procede a preguntarse, de manera retórica, qué tiene que ver la política actual con los propósitos expresados en aquel manifiesto. Este discurso suscita la reacción airada de una funcionaria -creo que era la responsable de Educación, cuyo nombre se me escapa-, que toma el micrófono para decir que ella había estado en desacuerdo con la entrega del premio a Barenboim, que no había sido la única en oponérsele (de hecho manda al frente al presidente del Knesset, que decidió no ir a la ceremonia) y que deplora que Barenboim haya usado la ocasión para ‘atacar al Estado de Israel’. Barenboim reacciona con infinita calma. A esta altura, debe estar más que acostumbrado a que le digan que cada crítica, por mínima que sea, equivale a una negación del derecho de Israel a existir.
Esas escenas son tremendas, como también lo son otras donde Barenboim responde a un periodista israelí. Este hombre le sugiere que, en pos de mantener un presunto equilibrio, si Barenboim toca en Ramallah debería también tocar en los asentamientos que los israelíes han levantado y siguen levantando de manera ilegal en territorios palestinos. "¿Cómo me pregunta semejante cosa?", dice Barenboim, procediendo a explicarle la diferencia entre Palestina y estos territorios ocupados: "¡Los asentamientos son un cáncer!"
Aprovecho, pues, este lugar para expresar mi más profunda admiración por el maestro Barenboim y su tremendo coraje. Ah, si hubiese en este mundo más gente como él, que simplemente hace lo que su alma le dicta sin preocuparse por las consecuencias…