Marcelo Figueras
La escritura del prólogo para una nueva edición me permitió el placer de releer El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. Pero al hurgar entre mis viejos papeles descubrí además una historia sobre su autor, Robert Louis Stevenson, que en su momento debo haber pasado por alto. (Nada se aprende nunca antes de tiempo.)
Stevenson tenía una finca en una isla del archipiélago samoano, donde vivía. En la tarde del 3 de diciembre de 1894 sufrió un ataque mientras trataba de abrir una botella. Ya caido en el piso, le preguntó a su esposa Fanny con inocultable angustia: “¿Qué me está ocurriendo? ¿Qué es esto tan extraño? ¿Ha cambiado mi rostro?” Resulta inevitable creer que en medio de su dolencia temió estarse convirtiendo en su versión personal del señor Hyde. (El uso de la palabra strangeness remite directamente al ‘extraño’ caso.) Imagino que al advertir que tan sólo se trataba de la muerte, Stevenson debe haber sentido alivio. No estaba sucumbiendo a su parte oscura, a sus peores impulsos. Tan sólo se estaba preparando para el sueño eterno.
Me gusta también saber que los nativos de la isla lo velaron, porque conservaban la esperanza de que se hubiese dormido y de que finalmente despertase. Para ellos no era tan sólo un inglés más, otro representante del imperio colonial: era Tusitala, el narrador de historias.
Bella vida, bella obra, bella muerte. Envidiable Stevenson.
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La cuestión de la muerte nos ronda, o por lo menos me ronda a mí. Ayer no se fue sólo Bergman, sino también Antonioni. Celebraré su memoria re-viendo El pasajero.