Marcelo Figueras
Este libro moldeó las vidas de millones de personas criadas en el seno de las tres religiones monoteístas más grandes: el cristianismo, el judaísmo, la fe de los musulmanes. Pero aun aquellos que nacieron fuera de esos círculos recibieron su marca, porque la Biblia es la fuente de las historias seminales que dieron forma a nuestras culturas. Adán y Eva: el placer como pecado, la mujer como tentadora, el hombre como especie caida en desgracia y condenada al dolor. Caín y Abel: el origen de la violencia entre hermanos, un legado de sangre por el que seguimos pagando. David y Goliat: la astucia y la iluminación por encima de la fuerza. Moisés y el Exodo: las ventajas -y peligros- de sentirse el Pueblo Elegido de Dios. Jacob y el Angel: el valor de la determinación, cuando todo parece jugarnos en contra.
Lo bueno del Antiguo Testamento es que, como los más grandes entre los clásicos, crece con nosotros. Al principio nos enamora por el colorido y la dimensión épica de sus historias. (El cinemascope debe haber sido inventado para hacerles justicia.) Después nos somete a sus principios morales, rigiéndonos por ese Decálogo áspero que sólo puede haber sido concebido en el desierto. Al aproximarnos a la madurez se convierte en todo aquello de lo que abominamos: ¿acaso no es Dios el primer genocida, habiendo eliminado al grueso de la especie mediante el Diluvio porque no colmaba sus expectativas? Al volver al texto ya adultos, en lugar del Dios perfecto y omnisciente que nos vendieron cuando niños encontramos a un Dios caprichoso, violento y concupiscente -a cuya imagen y semejanza, ahora sí, nos descubrimos hechos. El Libro de Job nos presenta a un Dios que tortura a un hombre tan sólo para ensalzarse a sí mismo y por eso se llena de vergüenza. El orden original de los libros, tal como lo conserva el judaísmo, permite una lectura con coherencia psicológica: después de hacer sufrir inútilmente a Job, Yahvé ya no vuelve a aparecer en persona en las páginas restantes del volumen.
Las vueltas de la vida me enseñaron a tenerle piedad a ese Dios antropomórfico, que espeja y magnifica todas nuestras glorias pero también nuestras debilidades. Por más que ya no crea en la Verdad que pretende revelar, creo en el valor profundo de muchas de sus historias. Y encuentro ecos de las tribulaciones de sus personajes en cada instancia de mi vida. Todavía hoy, en las horas difíciles, encuentro consuelo en el ejemplo de Jacob y repito la demanda que le formuló al Angel, una bendición que a menudo sólo obtenemos mediante porfía: ‘Dame más vida’, más vida no sólo en lo cuantitativo sino en lo cualitativo, una vida más iluminada, más alta, acorde a la promesa de excelencia que la especie se formuló a sí misma desde sus comienzos y que todavía, ¡todavía!, no ha sabido llevar a fruición.