Marcelo Figueras
Lars and the real girl (2007, dirigida por Craig Gillespie) es una película encantadora, que sin embargo resulta difícil de contar sin inducir a confusión. Dicho lo cual, déjenme intentarlo…
Todo el pueblo adora a Lars Lindstrom (Ryan Gosling, un actor cada vez más enorme), un joven dulce y religioso que, sin embargo, vive la vida de un misántropo. Marcado a fuego por la muerte de su propia madre, que no sobrevivió a su nacimiento, Lars es apenas funcional: tiene un trabajo y mora en el garage de la casa paterna, ocupada ahora por su hermano mayor, Gus, y su mujer Karin, cuyo embarazo angustia a Lars en tanto remite de forma inevitable a su parto traumático. Pero aunque tolera las gentilezas que la gente le prodiga a diario -en un pueblo tan pequeño, todo el mundo está al tanto de su historia-, Lars los mantiene a todos a distancia -incluyendo a su hermano y a su cuñada.
Un día Lars recibe una caja enorme por correo. Y esa misma noche sorprende a Gus al decirle que tiene una huésped que desearía presentarle. La recién llegada se llama Bianca. Es una muñeca tamaño natural… y anatómicamente correcta.
Las situaciones que Lars genera al comportarse todo el tiempo como si Bianca fuese de carne y hueso -salvo a la hora de la intimidad: como dije, Lars es devoto y no haría nada con ella antes de casarse-, van de lo incómodo a lo hilarante. Asesorados por la médica y psicóloga Dagmar (Patricia Clarkson, siempre eficiente), tanto Gus y Karin como el resto del pueblo se prestan a la charada, convencidos de que Lars ha ‘inventado’ a Bianca por una buena razón a la que debe permitírsele seguir su curso. Y aunque Gus dude de la conveniencia de semejante política, le resulta indiscutible -así como a nosotros, espectadores-, que a partir de la irrupción de Bianca el bueno de Lars empieza a abrirse al mundo como nunca antes.
Puede que la película no sea perfecta. Pero hay algo que el guión y el director Gillespie y el mismo Gosling han hecho muy bien, cuando uno se encuentra respondiendo a Bianca con la emocionalidad que sólo solemos reservar a los humanos de verdad. Durante un buen tramo me cuestioné la bondad con que todos en el pueblo trataban a Lars y fingían relacionarse con ‘Bianca’: ¡justamente yo, que vivo diciendo que no pensamos lo suficiente en la cuestión de la bondad! Lleno de cicatrices prodigadas por la experiencia, me decía que en el mundo real Lars no tardaría en toparse con imbéciles que le harían notar que Bianca es una muñeca y la ‘violarían’ delante suyo para subrayar el punto. Se me ocurrió entonces que Lars sería mejor película si fuese menos fábula. Pero al aproximarse el final y volverme consciente de mis propias emociones, entendí que en ese caso me habría perdido precisamente aquello que tanto me estaba conmoviendo: el espectáculo de la generosidad humana en acción -una visión, ay, tan infrecuente.