Marcelo Figueras
La semana pasada, comentando lo que escribí sobre el pianista y compositor Bob Telson, Ana María Berasategui se permitió dudar del valor que las cosas bellas poseen en esta vida. Es verdad que yo exageraba, diciendo que los que crean cosas bellas –como obras de arte, puntualmente- hacen girar al mundo. No era mi intención refutar a los científicos, tan sólo pretendía subrayar la importancia que tienen las obras bellas; pero no sólo para mí, tal como suponía Ana María. Quizás sea yo un optimista, y quizás posea una sensibilidad ante la belleza más aguda que la del común: ¡deformación profesional! No obstante estoy convencido, y aquí sí me animaría a discutir con científicos, que las cosas bellas mejoran nuestra vida y en consecuencia tienen un peso fundamental en el mundo.
Cualquiera reacciona ante la visión de un rostro bello. Más allá de la carga sexual o erótica que pueda tener esa contemplación, existe en ella un instante no adulterado de delectación estética, de simple reverencia espiritual ante lo naturalmente hermoso. Lo mismo nos ocurre cuando nos detenemos delante de un paisaje, o cuando contemplamos ciertos animales en movimiento. Al instante retomamos nuestras vidas donde habían quedado, ¿pero quién se animaría a decir que esa trepidación no ha dejado una marca dentro nuestro: al crear un recuerdo digno de ser revisitado, al volvernos reverentes?
Cualquiera reacciona ante un gesto bello. Se esté en España, en Sudán o en Tailandia, la visión de una persona que cierra su paraguas debajo de la lluvia para sentir las gotas caer sobre su cuerpo conmovería a cualquier testigo, más allá de su posición social, su estado de ánimo o su cultura. Lo mismo puede ser dicho de los gestos de generosidad, el beau geste por antonomasia: aquel que sale de su propia caparazón para ofrecerle a otro algo muy íntimo –su tiempo, su alegría, su vida- siempre deja huella en nuestro corazón.
Cualquiera reacciona ante las sensaciones que le recuerdan que está vivo, y que esta vida, más allá de sus complicaciones, es algo que vale la pena experimentar. Por eso reaccionamos ante la lista que, sentados dentro de un auto, desgranan los ángeles de El cielo sobre Berlín / Las alas del deseo: porque aunque no somos ángeles que desearían ser hombres, somos hombres que a menudo perdemos noción de nuestra humanidad. Y entonces esos pequeños gestos, como los de mover los dedos dentro de los zapatos, mancharse las manos con la tinta de los diarios y poder decir uh, oh y ah en vez de repetir siempre sí y amén, nos reconectan con nuestra mejor parte.
Por eso reaccionamos también ante la lista que el personaje de Woody Allen confecciona en los minutos finales de Manhattan. Allen está tratando de encontrar razones por las que vale vivir y recurre en primer término al arte: se le ocurre que Mozart, Louis Armstrong y los Hermanos Marx han creado cosas por las que la vida vale la pena, pero enseguida recuerda la risa de Tracy, la chica a quien ha dejado escapar. Y el recuerdo de la risa de Tracy, que en su ausencia no puede sino motivar dolor, lo obliga a salir de su marasmo. La risa de Tracy le cambia la vida.
Por golpeados que estemos, todos tenemos o tuvimos en nuestras vidas algo parecido a la risa de Tracy. Algo que nos cambió para bien, o que nos movilizó por dentro. Estoy seguro de que Ana María también lo tiene. Acepto que el peso de las cosas bellas en este mundo es menor del que debería tener. Pero el hecho de que conserve algún peso, por liviano que nos parezca, no puede ser menos que un motivo para el optimismo.