
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Nunca fui fan de Clint Eastwood: ni como actor ni como director. Por supuesto que me gustaban los westerns de Sergio Leone, y que me entretenían las pelis de Harry el Sucio, y que de tanto en tanto algunas de las que dirigía –por ejemplo White Hunter, Black Heart– me sorprendían positivamente. Creo que, como le ocurrió a muchos, mi conversión comenzó con The Unforgiven. Me pareció mucho más que un buen western: The Unforgiven es una gran película a secas. A la que siguieron otros títulos también poderosos –Mystic River, por ejemplo.
Gran Torino es una peli que parece estar concebida como summa, y quizás resulte difícil de apreciar si no se tiene aunque más no sea una perspectiva general del cine de Eastwood. No quiero decir con esto que alguien corra el riesgo de quedarse afuera, o de no entenderla, si no está familiarizado con sus films. Eastwood narra siempre sin afectaciones ni remilgos: cuando uno opta por alguna de sus películas, sabe que siempre se va a encontrar con una narración tersa y entretenida.
En el caso de Gran Torino se cuenta la historia de Walt Kowalski (el mismo Eastwood), un veterano de Corea y viudo reciente que vive en uno de esos barrios tradicionales que han sido copados por inmigrantes. Hosco y solitario, no parece haber albergado en su vida más afecto que el que profesaba por su mujer muerta: el viejo Walt no soporta ni a sus hijos, ni a sus vecinos orientales, ni al binenintencionado cura del barrio ni al curso que el mundo en general y su país en particular han tomado en estos años. Verdadera máquina de escupir insultos raciales, Kowalski se ve involucrado en los hechos con los dos jóvenes vietnamitas que tiene por vecinos, Thao y Sue. Al comprender que su futuro está comprometido por las bandas locales que asuelan los suburbios de Michigan (los hombres tienen destino de cárcel o de muerte, las mujeres sólo pueden ser maltratadas), Kowalski emprende un camino que le permitirá exorcizar los fantasmas de su pasado militar y obtener algo parecido a una redención.
En más de un sentido, Walt es otra versión de William Munny, el protagonista de The Unforgiven. Como Munny, Walt ha matado en el pasado y ha sido premiado por ello. Ambos han vivido después vidas productivas, formando familia, criando hijos. Pero el mundo en que viven no ha dejado de ser violento, y las circunstancias los ponen en la necesidad de recurrir nuevamente a las armas. Y aquí es donde sus caminos divergen. En un mundo con instituciones endebles, Munny entiende que no tiene más remedio que hacer valer su propia ley. En un mundo como el presente, con instituciones establecidas (aunque funcionen mal, aunque estén corrompidas), siempre debería existir otro tipo de opción: lo que va del Remington de Munny a la mano desnuda de Walt, por más que extienda índice y pulgar imitando a un revólver.
Así como en su momento Eastwood usó a Munny para redimirse de los films donde glorificaba la violencia, Walt le permite hacer penitencia por pasados excesos americano-céntricos. (Algo que ya intentó con Letters from Iwo Jima.) La misma recurrencia a la religión, gran ausente en su cinematografía, nos pone en la pista del hombre que se sabe al final del camino. Que nadie lo dude: cuando el viejo Clint estire la pata, la mayor parte de los compilados de homenaje incluirán al final esa imagen en que Walt mira a cámara y dice, ‘Yo estoy en paz’.