Marcelo Figueras
Otra pista sobre la construcción de su novela nos la brinda Negroni en el ensayo de Galería fantástica sobre Vicente Huidobro. Allí, al hablar del relato Cagliostro que Huidobro concibió como “su diatriba contra el ‘realismo’ en la ficción”, Negroni lo define como “una novela imposible. Quiero decir una novela escrita por un poeta”. “La provocación –continúa- es el rasgo más claro de este tipo de obras”. (“Qué ganas de hacer algo insolente”, dice alguien en algún tramo de La Anunciación.) Y culmina enumerando características de Cagliostro que bien pueden ser predicadas de su propio libro: “Su desinterés por la anécdota y la interioridad psicológica de los personajes, su apuro por desenmascarar las convenciones literarias, su anacronismo militante, no desprovisto de humor, hacen de él un libro ‘raro’”. No menos que La Anunciación, en todo caso.
Y sin embargo no se trata de una lectura abstrusa, difícil, expulsiva. Por el contrario, es de una seducción exquisita. Uno se va dejando leer por la novela del mismo modo en que las copias de La Anunciación se van dejando pintar (todos los lectores somos iguales en cierto sentido, aunque algunos vestimos mejores azules que otros), porque la estrategia que adopta la escritura es precisamente la de la analogía “Pintar es pensar” que Emma dice en algún momento a la manera del oráculo: pintar es pensar tanto como escribir es pensar y La Anunciación se lee así, como quien piensa en voz alta y lo va mezclando todo, pasado y presente, lo sublime y lo chabacano, lo alto y lo bajo. (“¡Qué delicia escribir trivialidades!”, se dice por allí.)
Es por eso que uno no puede leer La Anunciación como lee la mayoría de las novelas: en diagonal, adelantándose a los acontecimientos, porque basta con que uno salte por encima del cerco de una línea para que se pierda una formulación deliciosa. Yo, por ejemplo, me quedé un rato colgado de la frase que sugiere que la novela es “un cementerio de palabras”. Porque más allá de los sentidos inmediatos –todas esas palabras precisas están enterradas allí en efecto, cada libro es un Pere Lachaise de calles concéntricas-, también están los sentidos ocultos o paradójicos. (“La duplicidad del sentido es, quizá, nuestro paraíso más alto”, dice Athanasius, cuyo nombre viene de athanatos, inmortal –o sea, no muerto.) Porque así como los cadáveres se desmenuzan en la tierra para proporcionarle nutrientes, las palabras enterradas en una novela se amalgaman en uno de esos barros de los que crecen cosas. No hay mucha diferencia entre abrir un libro y levantar una piedra o una lápida, ahí debajo suele haber cosas húmedas e insectos que inspiran escalofríos, uno siente asco al tiempo que recibe una revelación (¿una anunciación?): ¿dónde más se puede asistir en primera fila al espectáculo de la vida insospechada, de esa porfía que nos precedió y nos sucederá?
¿Ven? Esto es lo que La Anunciación hace con el lector.
Lo pone a sonar. Lo tañe.
(Continuará.)