Marcelo Figueras
Esta historia, que escribo en el mítico bar El Cairo, me la refirió Silvina Ross, de la igualmente mítica Librería Ross de la ciudad de Rosario.
Corre 1978, y la Argentina está en vilo en plena realización del Mundial de Fútbol. La posibilidad de seguir en carrera depende de que nuestra selección golee a la peruana en Rosario. Con el tiempo circularán historias que dirán que el partido fue comprado, pero por entonces ignoramos esos tejes y manejes y nos limitamos a sufrir, en anticipación del partido fatídico.
Pero hay gente a quien le preocupa algo más que nuestro destino futbolístico. Por Rosario y sus inmediaciones circula un rumor: hay que ir al estadio, pero no para ver el partido –no sólo para eso, al menos-, sino para aprovechar la presencia de Jorge Rafael Videla, el dictador, que acudirá también con la intención de darse un baño de masas.
La escena ocurre al fin. El estadio está repleto. La voz que resuena en los parlantes anuncia la presencia de Videla, en su carácter de Presidente de facto de la República Argentina. Y en ese preciso instante, aquellos que habían participado del rumor y también aquellos que vieron aparecer la oportunidad y no dudaron, unieron sus gargantas en una única, monumental, inolvidable rechifla.
El mundo nunca se enteró, como tampoco el resto de los argentinos. Algún obsecuente habrá bajado el sonido de la transmisión oficial, privándonos del conocimiento de lo que ocurría. Aun así, casi 30 años después, al oír la historia siento regocijo. Me imagino que al menos por un instante, el cruel y engreído Videla dejó de oír las loas de genuflexos y temerosos a las que estaba habituado, para enfrentarse con el sentimiento que millones albergaban en su pecho, aun cuando no tuviesen voz: la música del desprecio debido a los genocidas.
En aquel momento, sin siquiera saberlo, fuimos todos rosarinos.