Marcelo Figueras
Ah los teléfonos. En los últimos tiempos sólo se habla de ellos para dar fe de su ubicuidad. Allí donde nosotros estamos, ellos están. La mayoría de la publicidad televisiva se va en anuncios de las compañías telefónicas, que celebran los nuevos y presuntamente maravillosos servicios que agregan semana tras semana, reduciendo nuestras vidas a poco más que nuestro rol en la lucha por la preeminencia entre Tal o Cual. Ya sé, los aparatejos tienen su utilidad, pero qué quieren que les diga: a mí la perspectiva de estar ubicable por satélites en cualquier parte y a cualquier hora no deja de inquietarme. La primera vez que me compré un teléfono móvil fue cuando me separé, porque quería que mis hijas pudiesen estar en contacto conmigo cuando quisiesen. Lo único que logré fue hacerme accesible a toda hora para mis ex mujeres y mis acreedores.
Ayer tuve una conversación sobre otros tiempos telefónicos. Durante décadas los argentinos protestaban por la dificultad para acceder a una línea, y por las deficiencias en el servicio de la comunicación. La gente se encomendaba a la empresa (por entonces) estatal, llamada Entel. Se le encendían velas, se celebraban los cumpleaños de las solicitudes desoidas. La comunicación es vida, dicen. Pero hubo épocas en las que también podía ser muerte. Ayer sonó en mi mesa el relato de unos jóvenes que formaban parte de una agrupación scout de la provincia de Buenos Aires, durante la década del 70. Visitaban asilos de ancianos e institutos de menores, haciendo trabajo social. La mayoría de ellos desapareció durante la dictadura. Los que se salvaron lo hicieron porque tuvieron una extraña fortuna. Como Entel seguía sin atender sus reclamos de una línea telefónica, sus nombres, datos y números no figuraban en las agendas de ninguno de los secuestrados. Por eso se salvaron. Porque Entel no les ponía un maldito teléfono.
Hoy se cumplen 32 años del comienzo de la más inmunda dictadura que la Argentina conoció. En inglés no se dice ‘tengo 32 años’, sino ‘tengo 32 años de viejo’: I’m 32 years old. Mis documentos dicen una cifra mayor, pero si tuviese que atenerme a la expresión en inglés, debería decir también que hoy se cumplen 32 años en que empecé a ser viejo.