Marcelo Figueras
Me compré la nueva edición de El Padrino y sus prolongaciones II y III que se editó como caja de DVDs con el subtítulo The Coppola Restoration. El argumento de venta sugiere que se trata de una restauración completa, que además de sonar en 5.1 Digital Surround permitiría ver por primera vez en TV las sutilezas de una fotografía que muchos criticaron en su momento, por oscura más allá de todos los cánones. (‘La idea era que el film partiese de un agujero negro’, dice el fotógrafo Gordon Willis en el único documental nuevo que vale la pena en esta edición, una crónica del proceso de restauración llamada Rescate emulsional.) No presumiré de haber comparado imagen y sonido con los de ediciones anteriores, pero aunque más no sea por puro efecto psicológico, diría que es verdad que la fotografía de Gordon Willis se luce mucho más, en especial en los rojos y amarillos de las secuencias más ‘de época’, como la de Michael (Al Pacino) y Kay (Diana Keaton) saliendo del cine o la de Tom Hagen (Robert Duvall) arribando a los Woltz Studios. Lo único indiscutible es lo siguiente: seguiré comprando ediciones de la saga con cualquier excusa, porque toda razón que lleve a revisitarla será una buena razón.
¿Por qué será que podemos ver El Padrino y El Padrino II una y mil veces, sin cansarnos nunca? A esta altura del partido, está claro que los films de Coppola funcionan en nuestra vida al igual que Hamlet debe haber funcionado en tantas otras, a lo largo de los siglos: como la piedra del toque que resume el conocimiento de una época, y a la que se regresa para beber agua de sabiduría en todas las etapas de la vida -cuando uno es joven como Michael y cuando es maduro como el Vito del primer film. ¿A quién se le podría haber ocurrido que hasta se haría popular bajo la forma de un videogame?
Quizás haya que buscar explicación a la perdurable influencia de la saga no tanto en las películas, como en nosotros mismos; porque a fin de cuentas, nuestra Padrinodependencia no habla tanto de estas obras maestras como de quienes somos, y de las vidas que llevamos. Particularmente en estas semanas, la fragilidad de nuestras sociedades es fuente de angustia. Boyando en ese mar tan ancho como ajeno estamos nosotros y nuestras familias, expuestos a la ferocidad de los elementos. El Padrino -la película original- marca el final de una inocencia, de un tiempo en que una práctica brutal y violenta sirvió al primer Corleone para proteger a los suyos y prosperar, en una América que consideraba a los inmigrantes como rémoras sobre su cuerpo de tiburón. (Los dagos eran a los gringos lo que bolivianos y peruanos y paraguayos son hoy para tantos argentinos: algo que preferirían no ver ni considerar.) Vito Corleone, nacido Andolini, muere sin medir en su justa medida el precio a pagar por su osadía. El precio lo paga Michael, en todo caso, por haber asumido como propia, y sin cuestionamiento alguno (¡al igual que Hamlet de su padre rey!), la regla de violencia que lo convirtió en príncipe de un reino virtual.
Vito quiso proteger a su familia y fundó un reino sin pretenderlo. Michael quiso agrandar el reino para probar un argumento -en este caso, liberarse del complejo de inferioridad del hijo de inmigrantes- y perdió a su familia. La tragedia es la misma, en Hamlet, en la saga de El Padrino, en los diarios de estos días: la de un mundo que nos somete a la violencia y la de unos hombres que aceptan jugar el juego y nos arrastran a todos al abismo, en vez de apelar a la imaginación que podría abrirnos nuevos caminos.