
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Poco después de casarme por primera vez, una amiga me regaló una gata siamesa. Le pusimos Marilyn, sin pensar que los nombres tienen peso simbólico. Una noche de jueves –hablo de la segunda mitad de los años 80-, mientras cenábamos viendo División Miami (les avisé que se trataba de los ochentas), la gata de meses saltó con la intención de pararse en el filo de la ventana. Por más gata que era, calculó mal. Y siguió de largo. Cayó la altura de dos pisos de apartamento viejo, golpeando el suelo con la cabeza. Cuando la rescaté sangraba por los ojos.
El veterinario hizo lo que pudo. Le conectó una vía de suero y me recomendó que no alentase muchas esperanzas. Mientras aguardaba la reacción de Marilyn, me preguntaba: si se puede sufrir con esta intensidad a causa de un animal al que casi no se conoce, ¿cómo sufrirá uno en caso de que el lastimado sea su propio hijo?
La gata se recuperó, aunque nunca del todo. De cualquier forma, la pregunta que me azuzó aquella noche se quedó conmigo. A veces pienso que tuve hijos tan sólo porque logré ignorarla, porque el impulso de vida y de amor fue más fuerte, o cuanto menos más sagaz, que la lógica inapelable del interrogante.
El sábado pasado se nos cayó Bruno de la manera más tonta. De cabeza al suelo, desde la altura de una silla. Se marcó la cara, sangró por la boca. Todo indicaba que no había pasado nada grave, pero de todos modos lo llevamos a la guardia de un hospital. Allí le hicieron varias placas, que conservaré; en especial una que muestra de frente su cráneo pequeño y gracioso, con una mano que parece descender del cielo sobre él. (Mi mano, que lo sostenía para que no se moviese.) Como no había nada visible más allá de las escoriaciones, le preguntamos a la médica por lo invisible: si lo dejábamos dormir, por ejemplo, a pesar del golpazo en la cabeza.
No pasó nada, por suerte. Pero esta tarde, cuando vi pasar a Bruno en brazos ajenos desde mi puesto frente al teclado, la facilidad con que resistí el impulso de levantarme a abrazarlo hizo sonar mis alarmas. Entonces recordé la anécdota de Marilyn, y me pregunté si el miedo que había experimentado ante el golpe de Bruno había levantado una barrera invisible entre él y yo; si el temor a perderlo no funcionaría como la excusa perfecta para conservarme a prudente distancia –tan lejos como fuese necesario para preservarme.
Ahora voy a hacer save y a apagar este aparato para abrazar a mi hijo. Hay que ser insensato para privilegiar el amor por los otros a la autopreservación, y a mí me gusta creer que llevo mi insensatez con mucha elegancia.