Marcelo Figueras
En las últimas semanas me he puesto un tanto francófilo, por razones que –a Dios gracias- nada tienen que ver con monsieur Sarkozy. Las fichas fueron apilándose por azar. Empecé robándole a Piñeyro unas cuantas películas de Jean-Pierre Melville, en la esperanza de que me proporcionasen referencia para un guión que debía escribir. Después fui a ver al cine la biografía de la Piaf, que aquí bautizaron La vie en rose aunque habría sido más apropiado que la retitulasen La vie en noir: qué cantante más increíble y qué vida más triste. Pero el verdadero culpable de mi actual francofilia es, sin duda alguna, Jacques Brel. Me compré un CD de viejos éxitos porque quería tener la versión original de Ne me quitte pas, y desde entonces no puedo oír otra cosa.
Si Brel fuese tan sólo su celebrada Ne me quitte pas sería suficiente. Se trata de una de las más bellas canciones de amor jamás escritas. Una melodía inolvidable y un poema que alude, a la vez, a las emociones más arrebatadas (“Yo te inventaré / Palabras imposibles / Que tú comprenderás”) y a los dolores más hondos que puede entrañar un mismo amor. Buceando en un blog que comentaba sus canciones, descubrí que alguien quería desmarcarse de Ne me quitte pas por considerar que pintaba al amor como un sentimiento de sumisión, y por ende de anulación personal. Al menos en mi experiencia, cuanto más sublime es el amor, más deseo tenemos de olvidarnos de nosotros mismos para convertirnos en un apéndice de la persona amada, en la sombra de tu sombra / la sombra de tu mano / la sombra de tu perro. A fin de cuentas, la canción se llama No me abandones. Cuando uno se ve arrastrado por pasiones semejantes, cuando uno se descubre dispuesto a condenarse por el oro de una palabra de amor –como canta en La Quete, su versión de una de las canciones de El hombre de La Mancha-, la pérdida de la persona amada entraña peligro de muerte para la identidad propia… nos guste o no.
Pero Brel es mucho más que su canción más famosa. Para empezar es una voz: de una convicción inigualable, histriónica, de esas gargantas brillantes que resuenan como bronces aun cuando la orquesta se queda muda. Es, además, un perfecto cultor de ese género de canciones que sólo a los franceses les salen bien: las más románticas, las más tristes y las más alegres al mismo tiempo. (En estos días tengo pegada Les bourgeois, por ejemplo: me mata la mezcla de la melodía que suena a canción de borrachos con la letra de fina ironía, de elegancia impiadosa.) Pero por sobre todo es un poeta increíble. Hace mucho que no encontraba canciones con versos semejantes –en ningún idioma.
Mi pobre comprensión de la lengua me impide torturarlos aquí con una pésima traducción. Pero créanme cuando les digo que mi brelmanía es fundada. Retomaría mis estudios del francés tan sólo para entender mejor sus poemas. Y como prueba final me lanzaría a cantar, ¡tratando de no enredarme!, el endemoniado Valse a Mille Temps.
Y eso que sólo conozco las canciones del CD recopilatorio. O sea que me quedan muchísimas canciones de Brel por descubrir: a eso le llamo yo una perspectiva de felicidad segura.