
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
En mi familia, cada vez que hay que echarle algo de humor al mal tiempo, recurrimos a las palabras del tenista dechiré Gastón Gaudio. Famoso por sus exabruptos, Gaudio suele insultarse a sí mismo a los gritos en plena partida, decirle a su contrincante que ganará porque tiene enfrente a un jugador malísimo (o sea él mismo) y conversar en voz alta con su novia del momento aunque ella, por supuesto, no pueda oírlo en ese instante. Pero la frase inmortal de su repertorio marca una suerte de paroxismo del sufrimiento: “¡Qué mal la estoy pasando!”, suele gritar entre un saque y una volea.
Esta semana, qué mal que la estoy pasando fue mi frase de cabecera.
Habiendo nacido en este lugar y en este tiempo, suelo descreer de las bondades del olvido que tantos canallas predican, buscando tan sólo una coartada para su impunidad. Pero esta semana comprendí que existe un olvido necesario, como aquel que se obtenía al beber un trago de las aguas del Lete, y que ayuda a seguir adelante con (las partes difíciles de) la vida.
Yo había olvidado la zozobra permanente que significa ser padre de un niño pequeño, un olvido que se vuelve imprescindible para que nos convenzamos de repetir la hazaña de procrear. En estos días recordé esa zozobra –y toda de golpe.
Bruno, que tiene apenas nueve meses, arrancó con fiebre el sábado. Llegado el lunes la misma fiebre, lejos de amainar, aumentaba. Mi mujer, que es primeriza, y yo, presuntamente experimentado, soportamos el mismo trance: la transformación de un niño que es pura alegría en un despojito que podía quejarse durante una hora seguida, el llanto que trasuntaba tanto desconcierto como malestar (creo que lloró en estos días más que en los nueve meses previos), la impotencia ante cada nueva estocada del termómetro. Cambiamos el sueño por una duermevela pendiente de cada hálito suyo, ese hilo delgado del que parecía pender el mundo entero. Peor aun, nos vimos obligados a torturarlo cada vez que había que hacerle una nebulización o suministrarle el antibiótico. Se resistía con una fuerza desesperada, y yo me veía obligado a inmovilizarle brazos y cabeza mientras me preguntaba si para curar su cuerpo no estaría causando estragos en su alma. Creo que una de las causas de mi obsesión de estos días con la violencia pasaba por el rechazo a la agresión que me veía obligado a practicar sobre mi niño. Espero no haberle quebrado nada invisible.
Como imaginarán, me permito este recuento porque Bruno ha dejado atrás el estado febril. (Toco madera.) Aunque agotado de cuerpo y de alma, sé que volvería a afrontar el mismo trance una y mil veces, por el precio de esa sonrisa enorme que ha vuelto a su cara.
Da miedo sentir con tanta intensidad. Y al mismo tiempo, creo que antes de tener hijos apenas estaba vivo.