
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
El martes por la noche, merced a la graciosa intercesión de Marcelo Camaño (uno de los guionistas más notables de la TV argentina, vía Montecristo y Vidas robadas), conocí al fin a Cristian Alarcón.
En caso de que no hayan oído hablar de Alarcón, déjenme definirlo de la manera más simple: es uno de los narradores sobresalientes de este lugar. Que la mayor parte de sus textos y su libro Cuando me muera quiero que me toquen cumbia hayan sido difundidos como crónicas periodísticas es, en algún sentido, una cuestión menor. Lo que importa es que Alarcón narra historias tan increíbles como profundas. El hecho de que sus relatos sean verídicos y echen luz sobre el tiempo que nos tocó vivir agrega a sus textos una resonancia extra, conjugando lo mejor de ambos mundos: la seducción de la buena ficción, expresada con la autoridad de lo real.
Tenía miedo de que Alarcón fuese tenebroso, en sincronía con los temas que frecuenta. (Cuando me muera, sin ir más lejos, utiliza la figura de una suerte de Robin Hood lumpen, el Frente Vital, para pintar un estremecedor fresco de época: el momento en que la pobreza de las villas se volvió opresión, impulsando a toda una generación a una espiral descendente de drogas y violencia –que por supuesto, no ha parado desde entonces de sumirla en profundidades cada vez mayores.)
Pero en persona Alarcón tiene aquello que hace que sus crónicas sean diferentes: una enorme pasión, una alegría a flor de piel y una tendencia a perseguir el goce que convierte a sus relatos, que en otras manos se habrían tornado negrísimos, en una celebración de la vida que busca elevarse por encima de su circunstancia aun cuando el mundo entero se le plante en contra.
Cuando pienso en los mejores relatos en forma de libro que se hayan conocido aquí en las últimas décadas, Operación masacre de Rodolfo Walsh y Cuando me muera quiero que me toquen cumbia de Cristian Alarcón se me cuelan siempre en la lista. La cuestión del género (ficción versus no ficción) me parece menos importante que el valor intrínseco de esas narraciones. ¿Por qué habría de relegarlas a los confines del periodismo, o del non fiction, cuando sus historias son más poderosas y están mejor contadas que la inmensa mayoría de lo que hoy pasa por ficción?
Lo que importa es que tanto Walsh como Alarcón proceden con los instintos naturales del narrador: van donde están las historias más alucinantes. Y si estas historias han tenido lugar en el mundo real, ¿por qué deberían recusarlas, o deformarlas para pretender que tan sólo ocurrieron en el universo de su imaginación?
La buena noticia es que se viene un nuevo libro de Alarcón: Si me querés, quereme transa. Y la frutilla de la torta, al menos para mí, es que prometió pasarme el texto original para que no deba esperar hasta su salida en noviembre.
En ese caso, seré indiscreto en el lugar adecuado y les contaré aquí qué tal fue la experiencia.