Marcelo Figueras
Colin Farrell está lejos de ser santo de mi devoción. Pero en estos días acabo de verlo en dos películas en las que está muy bien. Una es Cassandra’s Dream, de Woody Allen, donde interpreta al hermano adicto al juego y culposo de Ewan McGregor. Cassandra es uno de esos pequeños ensayos sobre la moralidad del mundo, o falta de, con que Allen se descuelga de tanto en tanto; por supuesto, no es Crimes and Misdemeanors y ni siquiera Match Point, pero se deja ver. (Dicho sea de paso, ¿por qué será que a Allen tan sólo se preocupa por la moralidad del criminal amateur? ¿Por qué no cuestionarse la del hombre que trabaja en una fábrica de armamento, o la del traficante, o la del estadista?)
La otra es In Bruges, debut en el largo del dramaturgo Martin McDonagh. Yo había escuchado muchas cosas interesantes sobre este hombre y leído The Pillowman, una de sus obras más resonantes: por cuestiones tanto históricas (la ubicación en un país vagamente centroeuropeo pero de características dictatoriales -que conozco tan bien) como profesionales (el protagonista, Katurian, es un escritor a quien acusan de llevar a la práctica los crímenes que describen sus textos), su planteo me interesaba mucho. Y está realmente bien, aunque intuyo que sus otras obras -tanto las de la Trilogía de Leenane como The Lieutenant of Inishmore- deben ser mejores.
In Bruges tiene una anécdota muy simple: dos asesinos a sueldo, Ken (el siempre rendidor Brendan Gleeson) y Ray (Farrell), deben huir temporalmente de Inglaterra después de un trabajo con consecuencias indeseadas. Su empleador, Harry (Ralph Fiennes), eligió para ellos un refugio peculiar: la ciudad belga de Brujas, con sus encantadores canales y sus torres góticas. Ken disfruta de su rol de turista forzoso, pero Ray, que además se siente culpable por el ‘error’ que los llevó allí, no tolera el lugar ni sus museos ni sus iglesias. La perspectiva de pasar allí dos semanas, en espera de nuevas instrucciones, lo pone al borde de un ataque de nervios.
Más allá de sus referencias culteranas -a Don’t Look Now de Nicholas Roeg, a A Touch of Evil de Orson Welles, a las imágenes del Bosco que en un momento escapan de los confines de su cuadro-, el film no deja de ser un descendiente de la Escuela Tarantino / Guy Ritchie de criminales simpáticos, ocurrentes y algo tontos. Sus mejores tramos son aquellos en los que Ken y Ray confrontan su amor / odio por Brujas, en una melange de Samuel Beckett y Mel Brooks. Después todo se vuelve previsible con la llegada de Harry, que además de precipitar el desenlace tiene la función de decir la palabra fuck en sus múltiples variantes como si su objetivo fuese ser todavía más guarango que Tarantino. Ah, cuán lejos estamos, amigo Fiennes, de El paciente inglés y The Constant Gardener…
Lo que redime el film, finalmente, es la actuación de Gleeson y Farrell y la extraña ternura que trasuntan sus personajes. Se ve que la culpa le sienta bien, a Farrell. Ojalá que no lo contraten nunca para una película de Tarantino. De Kill Bill a esta parte, sus personajes son demasiado estúpidos para experimentar una emoción tan compleja.