Marcelo Figueras
La muerte del represor Héctor Febres es un escándalo. Que a pocos días del veredicto en el juicio que se le sustanciaba haya ingerido una cantidad de cianuro capaz de voltear a un caballo es, en primer lugar, una bofetada en el rostro del Gobierno argentino, responsable por la seguridad del acusado. Pero también es una afrenta a la sociedad argentina toda. Es evidente que la desaparición de Jorge Julio López hace un año no fue aguijón suficiente para despertarla de su modorra. Quizás los perpetradores hayan contado con que estaríamos abocados a las compras navideñas, y por ende impedidos de prestar atención a un hecho que, aunque a algunos les parezca menor o repetido, impacta bajo la línea de flotación de la democracia.
Las peculiares circunstancias del crimen apuntan todas en la misma dirección. En primer lugar, el error de confinar a un represor de los 70 en manos de la Prefectura. Lobo puesto al cuidado de cánidos de parecido pelaje. En estos días han abundado los detalles sobre la liberalidad con que sus carceleros atendían a Febres. Tenía teléfono móvil, DVD, recibía visitas irrestrictas durante tiempo ilimitado. En su última noche cenó con su esposa y dos hijos, alimentos que ellos mismos traían y que por supuesto no fueron debidamente inspeccionados. Las primeras pericias revelaron que el cianuro fue ingerido entre las diez y las doce de la noche, esto es muy poco después de la mentada cena, ya que ese veneno mata en cuestión de minutos. El cuerpo de Febres fue descubierto a la mañana siguiente, cuando -según sus ‘cancerberos’ de la Prefectura- no bajó a desayunar. También de acuerdo a los responsables de su confinamiento, hacía más de once horas que no sabían nada de él. ¿Han oído hablar de algún sistema carcelario en que se pierda registro de un detenido durante once horas?
Que Febres haya gozado de todas esas prebendas es una consecuencia del predicamento que siguen teniendo ciertos sectores políticos y judiciales vinculados a los represores de los 70. Es verdad que el Gobierno debe hacerse cargo de su responsabilidad última, pero también es cierto que vivimos en un sistema republicano que practica la división de poderes, y que por más que la iniciativa gubernamental ha impulsado en los últimos cuatro años la búsqueda de la justicia, muchos magistrados -y algunos de los organismos que conforman- han hecho lo indecible por demorar, cajonear y entorpecer la tarea pendiente. Lo han hecho sentándose sobre los expedientes de muchos juicios, negándose a organizar las causas pendientes de manera sensata y sensible para con el dolor de los testigos sobrevivientes (el mismo Febres estaba siendo juzgado tan sólo por cuatro causas, de las tantísimas que se le podían haber endilgado) y dando largas o haciendo oídos sordos al reiterado pedido del Poder Ejecutivo de encerrar a estos represores ya no en cárceles militares, sino comunes. Lo más cerca que se ha estado de obtener este resultado ha sido la concesión de recluir a algunos en el penal de Marcos Paz. Pero esto tampoco es suficiente, dado que a los criminales allí recluidos -desde Etchecolatz, el acusado por el testimonio del hoy desaparecido López, hasta Luis Patti- se les permite relacionarse entre sí libremente. Vaya nido de víboras. Nadie en su sano juicio puede pensar que algo bueno saldrá de semejante convivencia.
Se podría decir que lo de Febres ocurrió precisamente porque lo de López pasó en su momento, sin que en un año se obtuviese solución alguna -el pobre viejo sigue siendo un fantasma- ni mucho menos se arribase a verdad o explicación sobre el hecho. Hicieron lo de Febres porque podían, a sabiendas de que las circunstancias del crimen harían terriblemente difícil su esclarecimiento. Ni los de CSI podrían dilucidar un caso en el que hay más cómplices potenciales que pelos en la cabeza del muerto.
Creo que debemos reclamarle al Gobierno que se despierte. Es verdad que en muchos aspectos le han atado los brazos, pero también es cierto que en otros tantos se ha dejado madrugar. Creo que también es imperioso alzar la voz para que el común de los ciudadanos comprenda que asuntos como los de López y Febres no son una cuestión menor. Los represores pendientes de juicio no son pobres viejitos sino mafiosos de cuidado, como su accionar lo demuestra. Lo único que les impide dar golpes más fuertes -empezando por los de Estado- es el hecho de que su poder se ha visto reducido. Como también queda a las claras, es evidente que no ha sido reducido lo suficiente. Y para que esto ocurra los que deben tomar el toro por las astas son los representantes del Poder Judicial. Que un acusado haya sido asesinado, o se le haya facilitado la posibilidad de suicidarse, a los pocos días de la culminación de un juicio largamente postergado, es un puñetazo en el rostro de la Justicia argentina.
El Gobierno y la sociedad han sido burlados. Pero el Poder Judicial ha sido simplemente puesto en ridículo.