Marcelo Figueras
A partir de lo de Cortázar de ayer, me quedé pensando con qué otros escritores de los que ya no están vivos me habría gustado conversar, café o bebida espirituosa de por medio. Me habría encantado compartir una de las caminatas que Dickens emprendía a diario por Londres, en la tarde temprana, después de haber dado fin a su jornada de escritura: ver lo que veía, oírlo contar anécdotas y terminar en un pub, intercambiando historias de la infancia o charlando sobre el teatro que más nos gusta. También me habría encantado conversar con Hammett, porque lo aprecio como escritor y porque tuvo la más interesante de las vidas; aunque lo más probable es que en ese caso terminase yo tumbado debajo de alguna mesa, o cantándole canciones irlandesas a la luna. (Hay que tener aguante para seguir el tren etílico a los Hammett, los O’Neill, los Hemingway.)
Habría sido feliz encontrándome con Rodolfo Walsh, aun cuando me temo que me habría considerado un tonto o poco menos. Tal vez habríamos encontrado un territorio común intercambiando anécdotas de Palestina. Arlt también me da un poco de miedo, me lo imagino demasiado intenso, pero de todas formas haría el intento: el hombre era todo un personaje. Como Hugo Pratt, a quien seguramente no había que darle mucha cuerda para que empezase a desgranar historias sin fin, tan ciertas como apócrifas y ocurridas –o no- aquí, allá y en todas partes, de Venecia a Moscú y del Sahara al Congo. Oesterheld debe haber sido más parco, pero no menos interesante. Me gustaría que me hablase de sus hijas, y saber además qué historias se quedó con ganas de contar por culpa de la intromisión de los asesinos.
Me habría encantado beber con Graham Greene: intercambiar historias de viajes y mostrarnos las cicatrices que la religión y su bisturí, o sea la culpa, dejaron sobre nuestros cuerpos. Por supuesto, cuanto más atrás escarba uno, más fantástica suena la ocasión. Debe haber sido interesantísimo conversar con T. H. Lawrence, con Herodoto, con Marco Polo, con Richard Burton el traductor de Las mil y una noches y del Kama Sutra.
El que me resulta un misterio tan completo como insoslayable es el Gran Dios Shakespeare. ¿Qué clase de hombre habrá sido? Tengo leídas unas cuantas de las biografías que le han consagrado, ninguna de las cuales me ayudó demasiado a hacerme una pintura precisa de su humanidad. ¿Sería más bien callado, como se presume de un creador con tal capacidad de observación? ¿Se permitiría la frivolidad, como resulta probable en un hombre que encontraba lo excelso tanto en Hamlet como en Falstaff? Lo único que sé es que en ese caso haría de tripas corazón, y me desembarazaría de mi proverbial timidez para invitarlo a una cerveza a la salida del Globo. Aunque no me dijese otra cosa que no, estoy seguro de que el monosílabo pasaría a formar parte central de mi vida bajo el título ‘Mi Anécdota con Shakespeare’.
Se me deben estar escapando un montón de candidatos. Mientras tanto, piensen ustedes. ¿Con qué escritores del panteón de dilectos y difuntos se tomarían una copita?