Marcelo Figueras
Tenía la esperanza de que a mi paso por New York ya hubiesen salido a la venta las nuevas ediciones de Blade Runner en DVD, pero llegué demasiado temprano. En cambio encontré una flamante edición para coleccionistas de Taxi Driver que me sirvió de consuelo. El disco extra tiene algunos materiales que valen la pena: Scorsese hablando sobre las influencias que trataba de canalizar a través de su filme (Francesco Rosi, sin ir más lejos), el guionista Paul Schrader recreando las angustiantes condiciones en que escribió el filme (separado de su mujer, abandonado por su amante y trabajando en la cocina de una casa prestada; ¿cómo no iba a sentirse alienado el pobre Travis Bickle?) y una comparación entre la Nueva York de 1975 -pura Babilonia, pre-Tolerancia Cero- y las locaciones tal como existen hoy día. El apartado más jugoso es un Making Of que ya tiene algunos años, en el que abundan esos detalles que hacen la delicia de los cinéfilos: cómo fue que el genial Bernard Hermann compuso el último de sus scores (el pobre hombre murió la noche en que terminó de grabarlo), la primitiva forma en que se realizaron los efectos especiales de la masacre (manos que vuelan en pedazos, sangre y sesos -colorante y telgopor- sobre las paredes) y la revelación sobre cómo hicieron esa toma final desde lo alto, imitando la perspectiva de Dios. Muy simple: abriendo un canal en el techo para dejar que la cámara se deslizase…
A más de treinta años de su estreno, Taxi Driver sigue siendo una película poderosa. Nueva York es Sodoma en la pantalla y Robert De Niro nunca ha estado mejor: es un hombre en el borde, peligrosísimo y frágil a la vez. Vaya a saber qué habría sido del guión de Schrader en otras manos, tal vez una fantasía más sobre vigilantes y la torcida noción de justicia que nuestros amigos de USA han alimentado durante tanto tiempo -y siguen alimentando, para mal de todos.
En manos de Scorsese, Taxi Driver se vuelve más inquietante de lo que el guión a secas (que la edición para coleccionistas también incluye, dicho sea de paso) sugiere en la lectura. Son pequeños momentos que separan al filme del pelotón de grandes películas americanas de los 70, catapultándolo a la gloria. La cámara que pierde a Bickle en la central de los taxis y lo reencuentra a la salida, la cámara que se pierde dentro de la bebida efervescente, la cámara que deja solo a Travis mientras habla por teléfono. Todavía recuerdo la primera vez que la vi en un cine de la calle Corrientes, a poco de su estreno. La secuencia final en que Travis lleva a Betsy (Cybill Sheperd) a su casa me dejó girando como un trompo. Lo que Scorsese hace allí es una cosa mínima, tan fugaz como imprecisa: la imagen se acelera un segundo mientras Travis mira por el retrovisor y suena un instante de música enajenada. (Sugerencia de Hermann, confiesa Scorsese: un acorde reproducido de atrás para adelante.) Ese toque de extrañamiento otorga al relato un final inequívoco, revelando que ningún orden ha sido reconstruido al estilo clásico, que la patología de Travis sigue viva y su nuevo estallido es tan sólo cuestión de tiempo.
Ah, la ambiguedad moral de nuestro mundo.