Marcelo Figueras
Con el correr de los días, a medida que el recuerdo de la nueva película de Indiana Jones se me hacía más amargo, sentí la necesidad de correr en busca de las viejas películas. Volví a ver Raiders of the Lost Ark e Indiana Jones & the Temple of Doom -me estoy guardando Last Crusade para un momento especial- y por enésima vez, las disfruté como un chico. Durante el cumpleaños de mi amigo Nicolás Lidijover otro amigo me había dicho que, en una visión reciente, las había encontrado más pequeñas que su recuerdo. Pues bien, no es mi caso. No sólo sigo creyendo que son una maravillosa, encantadora máquina narrativa, sino que además envejecen como el buen vino: saben hoy todavía mejor que ayer.
Aproveché además para ver todos los materiales extras que ocupaban el cuarto DVD de la caja. Repasando el proceso que llevó a la creación de Indiana Jones, desde la noción general -un aventurero que protagonizase peripecias non stop al estilo de los viejos seriales- hasta los detalles (el nombre Indiana con que George Lucas homenajeó a su perro, el sombrero, el látigo, la gastada chaqueta de cuero), me puse a pensar en que, más allá de las magníficas escenas de acción, la saga de Indiana Jones funciona tan bien -funcionaba, al menos, en las primeras tres películas- porque lo que nunca deja de rendir a las mil maravillas es el personaje: un científico que juega a ser un héroe, y que trata de creérsela todo el tiempo hasta que la realidad le demuestra que es un poquito menos listo, menos valiente y menos eficiente de lo que creía. Cuanto más falible, Indiana Jones resulta más encantador. Y como la personalidad y la iconografía se complementan tan bien, no es de extrañar que el personaje se haya convertido en una marca que excede el continente de sus films.
Supongo que muchos escritores y cineastas soñarán con otras cosas, pero mi sueño más grande en tanto imaginador profesional pasa por la creación de un personaje que, al estilo de lo que lograron Lucas y Steven Spielberg, adquiera vida propia. Creo que en algún sentido es más fácil escribir un libro genial o una película inolvidable -de tantos disparos que uno tira, siempre existe la posibilidad de acertar-, que crear uno de esos personajes que caminan con verdadera vida propia, al punto de eclipsar a sus autores. Más gente sabe del Quijote que de Cervantes, de Frankenstein que de Mary Shelley, de Batman que de Bob Kane, del Corto Maltés que de Hugo Pratt. Supongo que se trata de la más grande tentación demiúrgica para un artista con vocación popular: concebir un personaje que deje de ser de uno, en la medida en que la gente lo adopte como propio.
Porque aunque el copyright pretenda otra cosa, uno siente que Indiana nos pertenece a todos.