Marcelo Figueras
Mi cuestionamiento de ayer no pasaba por la búsqueda de una escuela ideal para el niño por venir. No tengo apuro en encontrar un establecimiento puntual años antes de tiempo: Mayte querida, ¡yo no soy la Charlotte de Sex & The City! Lo mío, en todo caso, era una ansiedad más general; un planteo sobre el mundo de hoy, en la medida en que permea a todas las instituciones -desde las formales, como las escuelas, hasta las informales como la amistad- que existen en su seno. Repito, pues, la pregunta inicial: ¿cuál es la mejor manera de criar a un niño hoy, en este mundo en general y este país en particular? Y agrego, a modo de precisión: ¿cómo lograr que un niño de hoy se sienta parte de este mundo, de esta sociedad que le tocó en suerte, sin que resulte corrompido por ella y mellado por sus desvalores?
¿Cómo transmitir, por ejemplo, el valor de la verdad? El nuestro es un mundo que en los hechos no tiene estima alguna por la verdad, y que se conforma a cambio con un slogan resonante, siempre y cuando le resulte funcional. Líderes y funcionarios mienten descaradamente en público -pienso en la campaña de John McCain de esta última semana, por ejemplo-, a sabiendas de que lo más probable es que nadie los desmienta. (En cualquier caso, el consejo miente, que algo queda nunca ha dado mejores resultados que en esta época de cero rigor informativo.)
Por su parte, los medios se limitan a reproducir estos asertos de manera acrítica. El sábado pasado Luciano Miguens, titular de la Sociedad Rural Argentina que apoyó con dinero, aplausos y funcionarios cada golpe de Estado, dijo en un discurso: ‘Somos parte de una vanguardia transformadora’. Con honrosas excepciones, ningún medio aclaró que la frase de Miguens constituye un capítulo más de la apropiación que la derecha nativa está haciendo de todas las formas de reivindicación popular. Ya han sugerido que ellos son la Patria, la bandera, la escarapela, el himno, la conciencia nacional y el reservorio ético y cultural de nuestro país. Ahora se están adueñando también de la retórica revolucionaria, aun cuando su proyecto político supone más bien una anti-revolución: la reducción de la Argentina a un país para pocos, el modelo de Nación-estancia que ya debería ser parte de nuestro pasado más oscuro, en lugar de seguir condicionando nuestro futuro. Quiero decir: cuando la derecha más cerril se traviste de izquierdista de barricada y nadie alza la voz para subrayar la desnudez del emperador, ¿qué lugar queda para la verdad?
Peor aún: cuando la gente repite los argumentos que les bajan desde los medios a la manera de los loros -esto es, sin estar en condiciones de dar razón de lo que dicen-, la verdad vuelve a recibir otra estocada. Yo tengo claro, por ejemplo, que lo que hicieron los Kirchner con el organismo estatal llamado INDEC fue de una torpeza increíble. Pero cada vez que le pido a uno de los antikichneristas que crecen como hongos que me explique por qué lo del INDEC apesta, me topo con un disco rayado que vuelve al surco inicial. Quiero decir: aunque yo diga algo que es verdad, si no puedo fundamentarlo es lo mismo que si repitiese una mentira, porque tan sólo estoy hablando por hablar, o utilizando un argumento que no puedo sustentar para disfrazar mis fobias o mis filias. Cuando tener razón es más importante que saber la verdad, estamos en problemas. Y en este mundo de hoy, donde todo lo valioso parece tener precio y todo lo que se compra nos llega vía delivery, "compramos" la verdad hecha en los diarios y la TV, sin tomarnos el trabajo de llegar a ella. Y la verdad no es una compra hecha por teléfono. Mal que nos pese, es y seguirá siendo el laborioso ascenso a una montaña -y hecho a pie, sin medios mecánicos que alivien o acorten el camino.
Quizás parezca que me fui por las ramas, pero no. Una de las cosas que me cuestiono es, concretamente, cómo enseñarle a mi hijo el valor de la verdad en una sociedad que parece haberse vacunado contra su poder. Porque entre nosotros, ¡qué duda cabe!, el que miente mejor, gana.