
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Llegué a los cuentos y novelas de James Graham Ballard porque en mi adolescencia leía todo lo que publicaba la editorial Minotauro. La idea general era que Minotauro era un sello de ciencia ficción, pero más allá de los volúmenes que justificaban la etiqueta (las Crónicas marcianas de Ray Bradbury, sin ir más lejos), lo más seductor eran los libros que se apartaban de la norma: desde El señor de los anillos a El hombre en el castillo de Philip K. Dick, desde Lovecraft a las extrañísimas novelas de J. G. Ballard –The Drowned World, The Drought, Concrete Island, High Rise.
Incluso en los cuentos que se mantenían próximos a las coordenadas del género, las preocupaciones de Ballard iban siempre más allá de sus convenciones. Todavía recuerdo un cuento (no me pregunten cómo se llamaba, en esta noche de tormenta neoyorquina sin conexión de internet) en donde unos científicos lograban liberar a sus cobayos humanos de la necesidad de dormir. Lo que en principio parecía un triunfo del positivismo capitalista (¡el hombre podría trabajar jornadas más largas!), se convertía en una pesadilla. Desprovistos de la posibilidad de soñar, los hombres del experimento empezaban a enloquecer lentamente. ¿De qué sirve bregar de sol a sol, si en la ausencia de sueños nos desconectamos de nuestros deseos más profundos?
Su idea de que había llegado el momento de explorar ya no el espacio exterior, sino el interior –los paisajes mentales, para los que aun no existen más que mapas primitivos- sigue siendo válida.
Admito que su ficción más experimental (Crash, The Atrocity Exhibition) me dejó frío. Pero Empire of the Sun me pareció un libro bello. Inspirado en su experiencia como prisionero de guerra de los japoneses durante la Segunda Guerra (Ballard nació en Shanghai, y era un niño cuando estalló el enfrentamiento entre China y los nipones), funcionaba y funciona aún como un román a clef que, a pesar de su tratamiento hiperrealista, explica buena parte de sus obsesiones: la soledad en medio de un mundo deshumanizado, la tecnología disimulando vacíos espirituales, la sensación de profundo abandono y desconexión de sus congéneres.
Escribía como los dioses. Sin embargo se negó a hacer lo que le hubiese convenido para ser reconocido por la Academia de los que determinan qué es literatura y qué no. Por su fidelidad a los géneros ‘menores’ y su determinación de reinventarlos desde adentro (lo que Michael Chabon llama ‘escribir desde las fronteras’), Ballard seguirá siendo siempre un maestro para mí.
Se lo va a extrañar.