
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Las palabras tienen vida propia. Quiero decir: suelen dejar que las usemos, que al dictarles orden e imponerles sentido nos creamos a cargo, cuando en realidad son ellas las que mandan. Tiempo después de haber sido dichas, o escritas (porque las palabras no tienen apuro), se las ingenian siempre para demostrarnos que en realidad aludían a otra cosa; o bien que su mensaje no era cosa del pasado, del momento en que fueron articuladas, sino del futuro que tenemos ad portas. En el primero de los casos, regresan como comedia. En el segundo, como profecía que en su propio tiempo fue desatendida.
Ejemplo de lo primero. El sábado vuelvo a ver Rear Window, de Alfred Hitchcock. En la primera de las deliciosas escenas que comparten Thelma Ritter y James Stewart, Ritter sostiene que ella tiene olfato para los problemas. Y procede a explicarlo de la siguiente manera:
‘¿Se acuerda del crash del 29. Yo lo predije. En esa época trabajaba de enfermera de un director de General Motors. Tiene problemas en los riñones, decían los demás. Es un problema de nervios, decía yo. Entonces me pregunté: ¿qué razón tendría General Motors para estar tan nervioso? Sobreproducción, me respondí. Colapso… Cuando GM tiene que ir al baño diez veces por día, el país entero debe estar a punto de explotar’.
Quien quiera oír resonancias del actual trance de General Motors y de los Estados Unidos en general, puede.
Corte. Pasamos al segundo ejemplo.
¿Recuerdan que pocos días atrás cité aquí mismo unos párrafos del libro Opium: A History, de Martin Booth, donde narraba cómo se narcotizaba a los niños pobres de la Inglaterra victoriana para que no jodiesen ni de día ni de noche? Me había impresionado ese fragmento porque sugería que los tiempos no habían evolucionado tanto como querríamos creer: ahora los opios son diferentes, pero se sigue intentando narcotizar a los niños pobres para que no jodan ni de día ni de noche –ni en las calles ni en las escuelas.
Ayer domingo abro el diario Página 12. En el artículo de sus páginas centrales, Mariana Carbajal informa sobre un grupo de adolescentes que están encerrados en una clínica neuropsiquiátrica para adultos de la Capital Federal. Hijos de un doble desamparo (social y familiar), deberían estar en centros para menores o incluso externados. Sin embargo permanecen en cautiverio desde hace demasiado tiempo –y sobremedicados como los niños victorianos, para que no jodan a sus cancerberos.
Vivimos en sociedades que tienden a encerrar a sus pobres y a sus locos en ghettos. Y que recurren a eufemismos, frases bañadas en amianto, para preservarse del fuego de la verdad.
Hay frases que conozco desde hace mucho, pero que sólo con el tiempo van revelando su sentido más profundo. Por ejemplo esta, que no sé dónde oí y cuyo autor ignoro: somos tan buenos como el trato que damos al más débil de nosotros.