
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Terminé de leer Drood. Sus casi ochocientas páginas, durante el viaje en avión a Madrid. Desde que su autor, Dan Simmons, irrumpió en mi vida, su presencia es ubicua. Drood –su versión en inglés, dado que todavía no la han traducido al español- está en todas las librerías que he cruzado aquí, mientras peregrinaba por la ciudad para conseguir otra obra de Simmons, Olympos, a pedido de mi amigo Nico Lidijover.
Les recuerdo: Drood es una historia que intenta resolver el enigma de los últimos años de la vida de Charles Dickens y su novela inconclusa, The Mistery of Edwin Drood, un giro copernicano en la carrera del escritor en tanto anticipaba el género policial, tiempo antes de que Arthur Conan Doyle concibiese al inefable Sherlock.
Lo que resulta innegable es que Dan Simmons es dueño de talento narrativo. ¿De qué otro modo explicar la carrera que uno emprende hasta el final, poniendo a prueba su resistencia durante tantas páginas? Porque aunque Drood no es perfecta, nunca deja de intrigar, de envolvernos –y finalmente de sorprendernos.
El misterio original deja paso a algo muy distinto. Drood se convierte en una versión gótica de Amadeus, en el preciso instante en que revela su tema verdadero: la envidia –y no cualquier envidia, sino aquella que siente un artista por otro.
Con Dickens en el papel de Mozart y Wilkie Collins (el autor de La piedra lunar) en el rol de Salieri, Drood se cuestiona hasta qué punto un artista puede disfrutar verdaderamente del triunfo de otro, aun cuando se trate de su compadre más dilecto. Morrissey demostró que comprendía este impulso con su canción Odiamos cuando nuestros amigos tienen éxito.
La envidia es venenosa, pero nunca lo es más que cuando se apodera de un artista. Porque la envidia común tiene un componente lógico (el dinero que a mí me falta lo tiene otro, matemáticas puras), pero la envidia artística es por completo irracional: nadie puede argumentar que carece de éxito porque otro se lo ha arrebatado. (A no ser que estemos hablando de plagio, por supuesto.)
La envidia que Collins siente respecto de Dickens lo empuja a un camino criminal. Yo que me considero humano como el que más puedo entender su tesitura; pero como desearía no descender a semejantes infiernos, cada vez que un amigo mío obtiene un triunfo hurgo en mi corazón tan profundo como puedo, preguntándome: ¿me alegro de verdad por él, o…? Porque no existe un artista que considere que no merece el éxito, y que no se pregunte a diario hasta dónde está dispuesto a llegar para lograrlo –nadie conoce sus límites hasta que los ha traspasado.
Tengo muchos amigos exitosos. Y me alivia descubrir que su popularidad no me produce otra cosa que alegría.
Ahora bien, despotricar contra los exitosos que no son amigos de uno tiene propiedades tan catárticas…