Marcelo Figueras
El otro día fui a ver El latido de mi corazón, una buena película del francés Jacques Audiard. El hombre es una suerte de secreto bien guardado del cine francés, aunque más no sea porque cultiva el perfil bajo y pasa de todas las modas. Me sorprendió hace pocos años con una peli llamada Lee mis labios. Este Latido también vale la pena, préstenle atención al protagonista Romain Duris: el chico va a dar que hablar. Quizás ya hayan oído hablar de la película, es esa de la que los medios hablan porque es una remake de un film americano de los 70 llamado Fingers, de James Toback. El asunto les ha encantado a los periodistas, porque por una vez se trata de un europeo versionando un film americano cuando la tendencia es siempre la inversa: Hollywood tomando una idea ajena (europea, asiática, sudamericana) y fabricando su propia versión. De cualquier forma, no entiendo el escándalo en torno del tema de las remakes. Versionar nuevamente una obra es uno de los recursos más habituales del arte, tan viejo como el teatro. Si producir la enésima puesta de La tempestad es lo más normal del mundo, ¿por qué deberíamos extrañarnos de que a algún italiano se le ocurriese versionar Citizen Kane utilizando el modelo berlusconiano en lugar del original William Randolph Hearst?
Todo impulso creativo se origina en la imitación. Podríamos sostener esta afirmación revisando la historia, ninguno de los grandes nació original, siempre se vieron obligados a producir primeras obras en las que la angustia de la influencia es evidente (en Shakespeare, el fantasma de Marlowe es inescapable), hasta que consiguen romper el molde, ¡matar a sus padres!, y suscribir sus primeras obras verdaderamente originales. Pero también podríamos defender este principio apelando a la ciencia. En el dominical de El País se hablaba del descubrimiento de las “neuronas espejo”, que se encienden cuando vemos que alguien que no somos nosotros ejecuta cierta acción comprensible: nuestras neuronas no sólo comprenden el acto, sino que generan en nuestro cerebro una suerte de simulación virtual. Vivimos ese movimiento dentro de la cabeza, aunque no lo reproduzcamos con los músculos; nos ponemos en el lugar del otro, lo cual es la base de la empatía. El descubridor de estas neuronas, Giacomo Rizzolatti, de la Universidad de Parma, lo expresa en negro sobre blanco cuando dice: “En Occidente la imitación está muy mal vista, pero es un error. Para ser original, primero tienes que imitar”.
Así que a desprenderse de los prejuicios, y a imitar con ganas. Llegará el momento en que ya no habrá sólo relecturas de Shakespeare y de Beckett, también las habrá de Welles, de Coppola, de Bertolucci y de Visconti. (Cuán poco me costaría encarar una versión argentina o española de Rocco y sus hermanos…) Será cuestión de tiempo, imagino, hasta que alguien pueda usar esas historias sin pagar derechos, lo cual habilita a cualquiera a montar un Ben Jonson sin oblarle royalties a nadie; ¡maravillas del dominio público!
La cuestión es amar el original y tener algo nuevo para decir. El único pecado que no hay que cometer es el que ya cometió Gus van Sant con su versión de la Psicosis hitchcockiana, calcada plano por plano del original. Si alguien necesita pruebas de que una imitación puede perder el alma del original aun cuando su mímesis sea perfecta, allí la tiene: la Psicosis de van Sant nunca es otra cosa que una larga tira de celuloide inerte.