
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Encerrado en su casa o estudio, por el aislamiento a que su labor lo condena pero también –como le ocurre a buena parte de su comunidad- por las características solipsistas de la vida moderna, el escritor ha perdido contacto con la sociedad en que vive. Disuadido de pisar la calle por voces e imágenes que le pintan de un mundo cada vez más peligroso, y avalado por las facilidades que la comunicación moderna pone a su alcance (no hay casi nada que no podamos comprar por teléfono o internet para que nos lo entreguen, vía delivery, en nuestro mismísimo umbral), el narrador de hoy está más recluido que nunca en la proverbial torre de cristal.
Para comprobarlo, basta con hojear sus relatos. Están llenos de juegos intraliterarios, de sátira o parodia a ciertos géneros o a cierto tipo de personajes (que ya eran, desde antes de llegar al libro, clichés en sí mismos), de una falta de concentración que, antes que desmesura, sugiere adicción al zapping o a la internet caleidoscópica. Las referencias a marcas de productos y a íconos culturales se han vuelto tan compulsivas como en el protagonista de American Psycho, pero desprovistas del sentido que tenían en la novela de Easton Ellis: en la mayoría de los relatos se deshojan nombres como Marlboro o Sony cual si fuesen pétalos de margarita, para generar en el lector una sensación de lo real que el resto del texto, por lo demás, no proporciona. Son guiños con los que se pretende insinuar que el narrador vive en el mismo mundo –en la misma comunidad- que el lector.
Pero esto, ay, está muy lejos de ser verdad.
(Continuará.)