Marcelo Figueras
Nadie diría hoy que ser escritor es un oficio duro. La mayoría de los escritores que conozco vive vidas privilegiadas, tan exentas de los avatares que suelen formar parte de la experiencia humana (el esfuerzo físico y el sudor, la necesidad de salir de casa a aventurarse en el mundo, la frustración y el ninguneo) que a nadie extraña que les salgan libros tan sosos. Pero aun así hay que admitir que la profesión entraña ciertos riesgos. Al igual que ocurre con el resto de los artistas, ejercer su métier equivale a quedar expuesto a crueldades que algunos practican con crueldad exquisita.
Nunca supe mucho de John Keats (quizás le deba la primera mención de su nombre a un viejo tema de The Smiths, que insinuaba dos bandos de lo poético: ‘Keats y Yeats están de tu lado, mientras que Wilde lo está del mío’), más allá de los textos más obvios: Endymion, Ode on a Grecian Urn, To Autumn -esas cosas. Pero leyendo un artículo reciente del New Yorker, me enteré de algunas cosas que me hicieron compadecerme de su pobre, brillante alma. Víctima de una tuberculosis que se lo llevó a los 24 años, Keats murió después de haber sufrido todas las ignominias que se pueden concebir a manos de los críticos de la época -a pesar de lo cual hoy se lo reconoce como uno de los más grandes poetas de la letra inglesa.
Los hermanos Ollier, que habían publicado su primer libro, rompieron lanzas con él de inmediato, diciendo arrepentirse de haber creido en su talento. Endymion fue destrozado en los medios al año siguiente. Un crítico no tuvo problema en confesar que ni siquiera se había tomado el trabajo de leer el poema hasta el final. Otros se mofaban de sus orígenes trabajadores: Keats era hijo de un hombre que trabajaba en un establo, y entrenado él mismo como farmacéutico. El crítico de Blackwood’s Magazine le dijo: ‘Es mejor y más sabio ser un farmecéutico hambriento que un poeta hambriento; así que vuelva a la tienda, Mr. John…’
Su tercer libro no obtuvo mejores reseñas. Y entonces Keats supo que tenía tuberculosis, y por ende que no viviría mucho más. ‘No he dejado detrás mío ninguna obra inmortal -nada que haga que mis amigos se enorgullezcan de mi memoria -pero he amado el principio de la belleza en todas las cosas’, escribió por entonces. Supongo que eligió irse a Roma con la excusa del buen clima, pero soñando también con poner distancia de todas las experiencias amargas de su vida: ser un extranjero es una cosa, pero ser ignorado es mucho peor.
En una de las últimas cartas se preguntaba: ‘¿Existe otra Vida? ¿Me despertaré para descubrir que todo esto fue un sueño? Debe haberla’, concluía, por la más perentoria de las razones: ‘No es posible que hayamos sido creados para esta clase de sufrimientos’.
Sinceramente espero que haya otra Vida, aunque más no sea para compensar a los Keats, los Melville, los Van Gogh, en justa medida por el placer que nos depararon y nunca tuvimos oportunidad de retribuirles.