Marcelo Figueras
Creo haber insinuado aquí mismo lo pésimo lector que soy de mis contemporáneos hispanoamericanos. En líneas generales los encuentro -hablo sobre todo de los argentinos, por inevitable proximidad- aburridos y pretenciosos, o bien ligeros y faltos de ambición, o esclavos de la moda (¡conspiraciones! ¡recreaciones históricas! ¡mujeres al borde de ataques de nervios!), o simplemente malos. Salvo contadísimas excepciones, que no mencionaré aquí para no cometer (más) injusticias, no me entusiasman. Pero en este último tiempo descubrí a uno que, ante sus libros, me produce la clase de excitación -esa compulsión, esa necesidad de leerlo ya- que hoy sólo me inspiran las novedades de Michael Chabon, de Richard Price, de Rick Moody, de Jonathan Lethem. Hablo del colombiano Juan Gabriel Vásquez. El último libro suyo que me inoculó ansiedad tan deliciosa fue una colección de cuentos: Los amantes de Todos los Santos.
Escenificadas entre Francia y Bélgica, donde Vásquez vivió varios años antes de instalarse en Barcelona, las historias de Los amantes ponen en acto algunas de las razones que me llevan a considerarlo uno de los mejores escritores del momento -y conste que ni siquiera estoy diciendo hispanoamericano.
Los personajes de Los amantes experimentan un desplazamiento del confort de sus existencias habituales, que torna inevitable la asunción de su más profunda humanidad. Madame Michaud pierde la casa amada en El regreso, viéndose forzada a reconstruir su identidad. En El inquilino, Georges comprende que un fantasma se ha instalado para siempre entre él y su esposa. Oliveira, protagonista de La vida en la isla de Grimsey, da un tajo profundo para liberarse de su pasado y comprende al fin que necesitará otro, si es que quiere abrirle paso al futuro. Cada uno de ellos es un eco de la figura del escritor, un reflejo de la condición sine qua non de su existencia: son en tanto aceptan -algunos por libre elección, otros impulsados por la fatalidad- que en este tiempo tan pródigo en anestesias, sólo siente y piensa profundamente quien rompe con el capullo de su comodidad -es decir, quien se des-instala.
Pero no se trata de viajeros profesionales del alma, habituados a no aferrarse a nada; ni de turistas que lo ven todo por encima, consagrándose a la superficialidad. Los personajes de Vásquez no se exponen al viaje, al desplazamiento porque les parece exótico. En todo caso abrazan el dolor como una oportunidad. Condenados a una incomodidad cierta -el bulto en el cuello del protagonista de En el café de la République, el miedo de Zoé en Los amantes-, convierten la falta de equilibrio en impulso. Y en ese cambio de marcha se formulan las preguntas que cuentan: sobre la dificultad para entendernos unos con otros, sobre la capacidad que tenemos -o no- para convertir nuestras existencias en (obra de) arte, sobre la posibilidad -o imposibilidad- de asimilar físicamente tanto el dolor como el amor. Quiero decir: Vásquez no es denso -por el contrario, es todo un narrador- pero no escribe sobre boludeces. Si se permite el lugar común del acápite de Eleanor Rigby (‘¿De dónde viene toda la gente solitaria?’) es porque entiende la importancia de que nos respondamos dónde vamos todos nosotros -solitarios por puros partícipes de la condición humana.
Lo que también entiende Vásquez -y esto es crucial en cualquier escritor- es el rol de la literatura en este tránsito. Escribir es ‘estar probando un par de ojos nuevos’, como dice en Los amantes de Todos los Santos. La ficción es lo que produce la ruptura -siempre efímera, a nuestro pesar- de ‘la cortina que separaba este mundo y el otro’, permitiéndonos ver lo eterno en lo efímero, el arte imperecedero en el gesto casual, el sentido que subyace al caprichoso fenómeno de la vida. Literatura como aleph, como conjuro que niega las constricciones del tiempo -estaríamos ciegos sin ella.
Ayer leí una entrevista a Harlan Ellison, donde decía: ‘Una especie que puede pintar el techo de la Sixtina, escribir Moby Dick y poner a alguien en la luna no necesita resignarse a las hamburguesas de McDonald’s, las novelas de Judith Krantz y American Idol’. Yo leo a Juan Gabriel Vásquez porque forma parte de los conjurados: aquellos que no se resignan.