
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
El viernes a última hora recibí un sobre que me enviaba Julia Saltzmann desde las oficinas de Alfaguara. Era el primer ejemplar, todavía tibio de imprenta, de mi novela Aquarium. La familia me lo arrebató de inmediato, para ver qué tal había quedado y hacer las cosas obvias: contemplar la tapa (quedó bellísima: no podría ser mejor aunque la foto la hubiésemos mandado a hacer a pedido, ¡si hasta la mujer que cruza el desierto se parece a Irit cargando su escultura!), leer el texto de contratapa, asegurarse de que habían recibido la mención correspondiente en los agradecimientos… Sobrevinieron las felicitaciones de rigor, los abrazos y los besos. Y después la vida siguió como siempre.
Para mi mujer y mi hija, claro. Pero yo…
Como me daba tanta vergüenza lo que me ocurría, ni siquiera intenté explicarlo. De allí en más no hice otra cosa que aprovechar cada distracción de mi familia para tocar el libro, abrirlo en cualquier parte y finalmente ponerme en serio a leerlo desde el principio.
No sé qué les ocurrirá a los otros escritores, pero yo siento el mismo impulso (salvando las obvias diferencias, por cierto) que me ha movido ante cada nacimiento de mis hijos. Lo primero que busco con la vista, en el paroxismo de la ansiedad, es que esté entero. (Puede que suene exagerado, pero también lo es la cuenta de dedos que uno hace inexorablemente apenas el niño o niña entra en nustro campo visual.) Después necesito leerlo de cabo a rabo como si no lo hubiese escrito, para cerciorarme de que todo esté en orden: sin saltos, sin erratas. (Encontré un único defecto pero que es culpa mía, y no de los editores. Ya sé qué corregiré en ulteriores ediciones…) Y finalmente, cuando ya he realizado todos los chequeos de rigor, me veo obligado a asumir que lo que resta es pura compulsión, una fiebre difícil de explicar y mucho más difícil de defender. Porque lo que siento entonces es el deseo de no despegarme del libro, de llevarlo conmigo donde vaya –lo único que me faltó fue ponerlo debajo de la almohada.
Tengan piedad de este escritor enajenado. Uno ha puesto mucho pero mucho amor además de mucho pero mucho trabajo en eso que para el mundo es apenas un libro más. Sin llegar al extremo de estar dispuesto a dar la vida por él (privilegio que uno se guarda para los hijos de carne y hueso y su enamorada), yo no puedo menos que pensar en su futuro y, a sabiendas de que esta existencia es dura, desear que le destine la menor cantidad posible de sinsabores.