
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Historias extraordinarias trajo aparejadas muchas de esas cosas que no hacía desde que peregrinaba hacia cines de culto para ver aquellas cosas que no podía ver -hablo de eras tan pretéritas que ni siquiera existía el videohome– en ningún otro sitio. A saber: ir seis horas antes en persona a sacar la entrada, llegar mucho antes de la función para sumarme a la fila, dedicar buena parte del día festivo al asunto (¡la película dura más de cuatro horas, con dos intervalos!) y compartirlo todo con un público cinéfilo -como lo sigo siendo, de manera inevitable- y mayoritariamente joven -materia en la que ya presenté capitulación.
¿Qué es Historias extraordinarias? Um. Déjenme probar un abordaje múltiple. Es una película de ficción de Mariano Llinás, que en su momento obtuvo notoriedad por el documental Balnearios. Es una proeza realizada a espaldas de todos los medios habituales que sustentan al cine argentino, empezando por los subsidios del Instituto de Cine. (O sea hecha a pulmón. Con las partes buenas del concepto de amateur y ninguna de sus contraindicaciones. Rodada con la ayuda de muchos amigos y más actores accidentales que profesionales. Sigo.) Es -en más de un sentido- un relato-río, narración que arranca de un cauce, se abre en meandros y torrentes y desemboca en un sitio turbulento, vasto y lleno de vida como el mar. Es el más rotundo mentís a un cine argentino que tiene por únicos defensores a cierta prensa que sólo influye sobre la marginalia de los festivales, las escuelas de cine y los productores cuya máxima ambición en la vida es rapiñar unos pesos anuales al Instituto y renovar su patente de campeones del arte. (Lo cual torna más paradójico el éxito de Historias, en tanto ha sido consagrada por la misma prensa que antes consagró tanto bodrio.)
Por supuesto, Historias extraordinarias es mucho más que lo que antecede. Pero en honor al filme, y dado que ya me estoy yendo largo, abro aquí mi primer intervalo y la sigo mañana.