Marcelo Figueras
El sábado por la noche pesqué por TV un especial del American Film Institute. A diez años de la primera encuesta para revelar las 100 mejores películas estadounidenses (qué adjetivo más feo, me duele cada vez que tengo que usarlo), la gente del AFI hizo una nueva encuesta sobre el mismo tema. La nueva lista de las 100 mejores ofreció pocas variantes y -al menos para mí- unas cuantas reafirmaciones. El simple hecho de que Lawrence de Arabia, Casablanca y Vértigo figuren entre las 10 mejores me confirma que no todo está mal en este universo. También forman parte del Top Ten Raging Bull, Singin’ in the Rain y The Wizard of Oz, contra las que no tengo nada que decir. Y Gone With The Wind y Schindler’s List, a las que a lo mejor habría cambiado de lugar en la lista para colar entre las 10 de oro a alguna otra. (¿Ningún John Ford entre las 10 mejores?)
Lo que certifica que Dios existe es la elección de las dos mejores. El primer lugar lo conservó la misma película que ya lo había ganado la primera vez: Citizen Kane, la obra maestra de Orson Welles. Y el segundo se lo llevó la favorita de nuestro corazón: The Godfather, una de las obras maestras -tiene varias, el muy desaforado- de Francis Ford Coppola. Más allá de sus infinitas diferencias, me alucinó pensar que comparten al menos dos cuestiones esenciales, a saber:
1. La asunción de que vivimos en un sistema que impulsa al delito. Ya sea claramente dentro del hampa -como en El Padrino– o haciendo uso de sus medios mientras se guardan las apariencias -como en Citizen Kane, cuyo protagonista se lanza a la política repartiendo dinero a troche y moche para ser derrotado por alguien más corrupto que él-, lo que ambas películas demuestran es que vivimos en sociedades que potencian la peor parte del ser humano. Sin ser mafiosos como los Corleone o millonarios como Kane, todos nosotros sabemos que nos iría mejor de lo que nos va si mintiésemos más, sonriésemos más, coimeásemos más, sedujésemos más y emboscásemos más a nuestros ocasionales competidores, haciendo lo necesario -y también lo innecesario- para granjearnos la simpatía de aquellos que detentan el poder en nuestro microuniverso.
2. Haríamos lo que fuese -¡lo que fuese!- por amor. Vito Corleone es la excepción, en tanto ha amado con pasión y ha recibido amor a manos llenas: en todo caso optó por el delito porque el sistema no le dejaba muchas opciones a la hora de proteger a su familia. Don Corleone nunca buscó el poder por el poder mismo, o al menos eso nos hace creer The Godfather. En cambio Michael Corleone y Charles Foster Kane nacieron con poder al alcance de sus manos. Este poder dado, real en el sentido de la realeza, es lo que los minimiza como hombres. Michael Corleone hace lo que hace porque no sabe hacer otra cosa y además porque no conoce otra manera de expresar afecto. Charles Foster Kane hace lo que hace porque quiere que lo quieran y no sabe cómo inspirar amor, no habiéndolo recibido nunca. Estos hombres enormes son pequeños pequeños, en tanto entregarían su reino ya no por un caballo sino por la experiencia de una caricia, a manos de alguien que los ame no por lo que tienen sino por lo que son.
Que los votantes del AFI hayan consagrado estas dos películas como las mejores expresa, más allá de los incuestionables valores artísticos, el mayor de los dilemas de los estadounidenses (qué sustantivo más feo) de hoy: cuando se nace en cuna de oro sin poseer los valores que contribuyeron a la grandeza de ese reino, la tragedia aguarda entre bambalinas.