
Eder. Óleo de Irene Gracia
Marcelo Figueras
Durante años le envidié a Rodrigo Fresán su capacidad de leer todo lo bueno que se editaba, todo el tiempo, y de escuchar toda la música que valía la pena. Secretamente me decía que debía haber sido alumno de algún método de lectura rápida estilo Ilvem –teoría que se desmoronaba de inmediato, cuando me veía obligado a responder por su infalible oído musical.
Rodrigo me regaló mi primer libro de John Irving y el CD debut de los Oasis. Con una capacidad casi mágica, parecía estar siempre en el sitio indicado, en el momento preciso. Yo me consolaba diciéndome: puede hacerlo porque no tiene hijos. Pero años después se convirtió en padre, y se los juro: no ha cambiado nada. No sólo sigue leyendo a velocidades sobrehumanas y registrando en su radar cuanta música interesante suene por allí, también se las ingenia para escribir artículos sobre el asunto –y prólogos, y ensayos, y la mar en coche.
En el breve rato que pasamos el viernes en la maravillosa librería La Central de Barcelona (el local de Mallorca), se compró Brooklyn de Colm Toibin, me recomendó Netherland de Joseph O’Neill, una biografía de John Cassavettes llamada Accidental Genius (gran título), una caja de cuatro discos de Lloyd Cole y no sé cuántas cosas más. A esta altura del partido, no tengo duda de que sus recomendaciones son acertadas. No ha fallado nunca antes, ¿por qué debería comenzar ahora?
Me alegró saber de su nueva novela, El fondo del cielo, de inminente publicación. Autor de Historia argentina, de Vidas de santos, de Esperanto, de Jardines de Kensington, Fresán no ha dejado de ser nunca uno de los autores más originales y osados de nuestra lengua. Nada indica que El fondo del cielo vaya a alterar este derrotero. A su manera esquiva, confesó apenas que la novela tenía que ver con dos escritores norteamericanos de ciencia ficción. Un dualismo (diálogo-enfrentamiento entre dos personajes) que suele estar presente en sus mejores relatos, desde El aprendiz de brujo a Kensington. Lo cual me tranquilizó, porque empecé a sospechar que en realidad existían no uno sino dos Fresanes, y que esa duplicidad explicaba su extraordinario desempeño como lector y escuchador.
Lo de los dos Fresanes es una mentira, por supuesto. Pero me ayuda a dormir más tranquilo.